“Se sentía dividida interiormente: estaba orgullosa de su hijo, que tan bien veía las razones de la miseria de la existencia; pero tampoco podía olvidar que era joven, que no hablaba como sus compañeros, y que se había resuelto a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella también, llevaban.” (M. Gorki, La madre, 1906)
Hace alrededor de cien años, Máximo Gorki decía, mutatis mutandis, definiendo las formas y los estilos de los escritores, que el buen escritor es aquel que proporciona al lector los elementos para la construcción mental del personaje. Agregaba Gorki que, en un nivel superior, el escritor excelente es aquel que es capaz de construir un personaje que es la representación de una totalidad, de una clase que se refleja en sus formas, una suerte de espejo en el cual el lector puede mirarse y encontrarse. O encontrar a otros, lo mismo vale.
Claramente Gorki, en “La madre”, no pretendía solamente representar la figura de un personaje particular víctima de la opresión de un modelo que, además, prefiguraba su pensamiento desde los menesteres del sometimiento, adhiriendo a una suerte de opresión consentida. Gorki buscaba, en la figura de la madre, poner forma a un pueblo oprimido y sometido a las fuerzas del zarismo y a las relaciones por ellos impuestas; buscaba dar cuerpo y voz a un pueblo que clamaba su liberación sin tener, en el mayor de los casos, los estados de consciencia para hacerlo.
El autor postulaba además la adhesión al partido desde el personaje del hijo, aquel que se formaba políticamente para la revolución y que tenía la capacidad de movilizar a la masa obrera. El militante, en este sentido, reflejaba también la totalidad de un cuerpo colectivo, mucho más que la individualidad de un personaje abstracto.
El postulado de la representación a partir de la construcción de la imagen rige gran parte de las grandes obras de la literatura. El Gregorio Samsa de Kafka es la representación mimética del hombre-masa-obrero-oprimido, enajenado por el modelo e incapaz de reconocer su opresión. Una suerte de trabajador que se siente libre pero que su falta de libertad comienza justamente en ese sentirse lo que no es. El Ziegler de Hesse es el obrero de cuello blanco que en la semana se somete voluntariamente a la explotación pero que en los libres se calza el traje, el bastón y la galera, y se siente ser lo que inclusive él sabe -o no- que no es. O algo que jamás va a ser.
En esta lógica, el escritor excelso construye su personaje y proyecta aquello que la representación puede significar para un lector que busca en el texto más que lo que explícitamente el texto dice. Agregamos, en este sentido, que la exaltación de los atributos de aquello que se busca representar se somete, en el mayor de los casos, a la exageración caricaturesca que el arte habilita, encontrando en la magnificación de lo distintivo la representación de la totalidad.
Nos permitimos, en este sentido, construir una suerte de analogía. De la misma forma que el autor construye el personaje y que la validez del personaje se incrementa en la medida en que el lector se encuentra en él -o encuentra al otro, o a los otros-, el político liberal construye su personaje.
La construcción y representación del político liberal, siempre caricaturesca, se nutre de aquellos elementos que el potencial votante/seguidor proyecta encontrar en él. El político es sátira, pero sátira al servicio de un pueblo que debe encontrase en él aunque no se esté buscando. Si en la voz del personaje el seguidor se encuentra, si siente su voz como la propia y si, además, lo visualiza como un protector de sus derechos -que no son más que el derecho a nacer y vivir, es decir el respeto al orden natural más que al orden político-, la tarea está hecha. Lo que es lo mismo que decir que el cuento funciona.
Estamos en un momento histórico en el que, extrañamente, a nadie parece interesarle la verdad de boca del político. La caricatura es lo que se espera. La imagen de lo esperable es el único estímulo que, como parte de un todo alienante, esperamos de brazos abiertos. No nos importa que nos mientan, simplemente nos contentamos con escuchar discursos que postulan que, aquellos que ocupan sitiales de privilegio que nosotros mismos les dimos, velan por nosotros.
El político liberal, embanderado en la defensa de libertades que solamente existen en su Matrix, se pone el traje del personaje de la obra para transformarse en una suerte de espejo en el que el votante (no)libre deposita sus sueños de emprendedor. El político liberal no es un representante del sujeto-pueblo sino su representación. No es otra cosa que un espejo en el que el trabajador desolado necesita mirarse, una suerte de proyección de aquello que él anhela pero que, en definitiva, termina por escribir en la bitácora de las utopías.
Creerse el cuento es el primero de los problemas. Reflejarse en el personaje, es el peor de los males.