Desde los relatos orales el terror en todas sus expresiones ha estado presente en la literatura. Los mitos clásicos son fuentes de terror desde sus orígenes. En la Teogonía de Hesíodo aparece el Caos como la fuente creadora de Érebo, la oscuridad; Nix, la noche; Gaya, la Tierra y Tártaro, el mundo subterráneo (recomendamos al respecto el texto de Margot Arnaud, La Mitología clásica, Acento Editorial, Madrid, 1994, porque es breve, sencillo y didáctico). Nos detendremos en Gaya que tuvo doce Titanes con Urano. El último de estos hijos fue Cronos. Parece una familia algo prolífica y nada más, pero no. Gaya quiso armar a sus hijos contra su padre y solo Cronos atendió a su llamado. Con una hoz le cortó los testículos a su padre liberando a sus hermanos y a sí mismo de las entrañas de la Tierra donde permanecían prisioneros. Una disputa familiar zanjada al interior del hogar. Y como buen hermano protector juró no tener descendencia para no cometer el error de Urano. Con todo, la suerte de esta familia estaba echada y Cronos se une a su hermana Rea y procrean las Crónidas, tres mujeres (Hestia, Deméter y Hera) y tres hombres (Hades, Poseidón y Zeus) que son simplemente devorados por su padre. El mito no se detendría jamás y con el tiempo adquiriría todas las formas inimaginables del terror en todas las literaturas: “Una de las misiones que el mito ha de cumplir en la historia es la de repetirse. La esencia del mito es revivir (revival). Lo hace, aunque parezca revestirse de esteticismo y de emblemas que parecen vacíos” (Carlos Javier Blanco, Ensayo sobre el terror, Revista de Filosofía A Parte Rei 36). El mito no se detiene y cada cultura lo adopta y adapta para encontrar en él la poesía oculta que desvela los misterios del hombre. Rudolf Otto citado por Blanco, señala: “El tremendo misterio puede ser sentido de varias maneras […]. Puede hundir al alma en horrores y espantos casi brujescos. Tiene manifestaciones y grados elementales, toscos y bárbaros, y evoluciona hacia los estados más refinados, más puros y transfigurados. En fin, puede convertirse en el suspenso y humilde temblor, en la mudez de la criatura ante… -sí ¿ante quién?-, ante aquello que en el indecible misterio se cierne sobre todas las criaturas”.
Lo vemos en la Odisea, con Ulises y su encuentro con Polifemo en su isla y los lestrigones o devoradores de hombres en su país, Eolia, por citar apenas algunos ejemplos de las desventuras del héroe lidiando con el terror. El regreso a Ítaca es una aventura tras otra en que el héroe y sus hombres se ven enfrentados al miedo más exacerbado que se pueda imaginar: “El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido” (H.P. Lovecraft, Introducción a su clásico El horror sobrenatural en la literatura). El designio de los dioses solo los dioses lo conocen y los hombres no son más que juguetes de este designio. Edipo lo supo: “Lo desconocido, al igual que lo impredecible, se convirtió para nuestros primitivos antecesores en una fuente ominosa y omnipotente de castigos y de favores que se dispensaban a la humanidad por motivos tan inescrutables como absolutamente extraterrenales, y pertenecientes a unas esferas de cuya existencia nada se sabía y en la que los humanos no tenían parte alguna” (Lovecraft, Introducción).
El miedo es otra de las formas que tiene el hombre de sentir que está vivo. Tal vez la más dramática. Se teme lo descocido. Se teme todo aquello que pueda adquirir las formas de la realidad sin que por ello pueda ser comprendido por las leyes de la razón. Después de todo, la literatura fantástica nace con el siglo XIX, cansado de la exacerbada razón del siglo XVIII. El romanticismo trajo consigo la libertad de la imaginación y los acontecimientos sorprendentes se instalan en el entorno de las personas. Lo fantástico, como señala Juan Perucho en la Introducción a Cuentos de Edgar Allan Poe (Editorial Planeta, 2000, edición especial para La Nación), “es aquello que hace salir al hombre de lo que es habitual, de lo que es cotidiano, de lo que es antifantástico […]. Nos seduce lo fantástico por lo que tiene de maravillosa irracionalidad, creando un mundo que vulnera irónicamente el orden a que estamos acostumbrados, regido por normas y leyes misteriosas, es decir, poéticas”. La racionalidad que rige lo fantástico en la literatura se sustenta en la propia irracionalidad cotidiana del discurso: “Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay”, reza la sentencia.
Entre fines del siglo XVIII, que a juicio de Roger Caillois “termina con un resonante desquite de lo maravilloso” (Prefacio a su excelente Antología del Cuento Fantástico, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y el siglo XIX, nacen los grandes cultores de la literatura fantástica con sus narraciones en torno a temas recurrentes porque ella, como el mito, se desarrolla sobre tipos y temas literarios que le son comunes y finitos: (E.T.A. Hoffmann, 1776; William Austin, 1778; Honoré Balzac, 1779; Poe, 1809 al igual que Gogol; Charles Dickens, 1812, Alejo Tolstoi, 1817; Washington Irving, que nace en un siglo, 1783, y muere en otro, 1859, entre varios otros). Al respecto Roger Callois señala en el mencionado Prefacio: “Al igual que los mitos, los cuentos fantásticos retoman de preferencia los mismos temas con un desarrollo diferente”. En otras palabras, estas historias “repiten y varían la misma aventura extraña e inmutable, de modo que a la inquietud que suscita cada una de ellas, se agrega un incremento de misterio y angustia que proviene del argumento recurrente que emprenden los héroes en varias generaciones” (Roger Callois). Por ejemplo, el tema del pacto con el diablo, cuyo modelo clásico es el Fausto de Goethe (1808, primera parte; 1832, segunda parte), pero cuya primera expresión literaria data de 1587, obra del librero Johann Spies de Frankfurt, que publicó Historia von D. Johann Fausten, de un autor anónimo proveniente de Espira. En las letras latinoamericanas Juan José Arreola nos deleitó con su cuento Un pacto con el diablo.
El siglo XX también fue pródigo en autores consagrados a la literatura del terror, como Bram Stoker el autor de Drácula que, aunque nace en 1847 muere comenzando la segunda década del siglo XX, en 1912. Drácula (1897) es el ejemplo clásico de una de las variables del relato fantástico: el vampirismo, la historia de los muertos que se aseguran la vida eterna chupando la sangre de los vivos. Otra de las temáticas de la literatura fantástica es aquello indefinible e invisible, como la llama Roger Callois en su Prefacio. Y el ejemplo clásico lo representa El Resplandor (1977), la obra monumental de Stephen King, cuya trama es la historia de una familia que en un crudo invierno se ve obligada a vivir en un hotel, donde es torturada por una presencia maligna que quiere apoderarse del joven Danny. Como otras obras de King, esta también se llevó al cine dirigida Stanley Kubrick en 1980. Antes, en 1976, otra de sus novelas ejemplares, Carrie (1974), había sido llevada al cine dirigida por Brian de Palma. De acuerdo con King, la novela tiene una base real en dos casos de abuso que él conoció cometidos en una escuela.
Para muchos, sin embargo, el maestro de maestros del relato de terror es Howard Phillips Lovecraft (1890-1937). En su citado El horror sobrenatural en la literatura, el autor de Mito de Cthulhu, nos dice que “debe haber presente una cierta atmósfera de mortal terror inesperado a fuerzas exteriores desconocidas”. El Mito de Cthulhu inaugura un ciclo del terror cósmico vinculado a la tradición del cuento de terror anglosajón. Se trata de seres monstruosos que se esconden en la oscuridad de la tierra. Bajo la cotidianidad se oculta una realidad aterradora que acosa a la humanidad y sumerge en el pánico y la locura a quienes se atrevan a investigar dicha dimensión. Otros textos de Lovecraft pertenecientes a este ciclo literario son El horror de Dunwich (1928), Los sueños en la casa de la bruja (1932), El morador de las tinieblas (1935).
Dentro de poco, la noche del 31 de octubre, el día de Halloween revivirá en varios lugares del mundo el mito celta de Samhain. Gonzalo Ruiz en el sitio Sobre historia, nos cuenta que “hace más de 2.000 años, la noche de Samhain, los celtas apagaban las luces y esperaban que la muerte no tocara a sus puertas”. Era una noche horrorosa en la que los monjes druidas, sacerdotes paganos, celebraban a los espíritus que vagaban por la tierra buscando poseer a los vivos; espíritus malignos que quiere dominar y someter a su voluntad a alguien. El mito originario transformado en una jugarreta de niños que algunos adultos también disfrutan. Pero, cuidado, ¡yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay!
De cualquier forma, siempre es bueno recordar que el miedo es otra de las formas de sentirse vivo y que el mito permanece vivo.
Imagen portada: Noche de morder manzanas, por el artista irlandés Daniel Maclise, 1833. Se inspira en una fiesta de Halloween a la que asistió en Blarney, Irlanda, en 1832. wikipedia.org