Desde hace varias décadas, el concepto de pensamiento crítico sobrevuela los espacios educativos con la intención de describir la intencionalidad de una práctica o una posibilidad de acción para la práctica pedagógica.
A su vez, y de igual forma, los modismos instalan el uso de ciertos términos que en cualquier caso parecen “rendir” para determinados ámbitos. El lenguaje neoliberal siempre habla de empatía, resiliencia y cuanta cosa se le ocurra, cada una de ellas más funcional que otra al modelo productivo vigente. También habla de pensamiento crítico, en la lógica perversa y obscena del universo de las competencias, en la búsqueda por incidir sobre el devenir de las prácticas pedagógicas a partir de la instalación de una dialéctica teoría-práctica tendenciosa y políticamente direccionada.
La neutralidad política que simulan asignar al discurso no es más que la reproducción solapada de las prácticas y los discursos hegemónicos de la mano de sus relaciones de producción. Hablamos de promover la continuidad de un universo de prácticas injustas y desiguales, preparando al sujeto para superar esas adversidades sin transformar absolutamente nada. Una suerte de Pangloss que destaca el valor del mejor de los mundos posibles para hacer más llevadera la vida de Cándido.
En esas dinámicas los conceptos, que en su génesis describen prácticas, se desplazan de una práctica a otra con total indiferencia y sin someter esa traslación a un necesario proceso de análisis, proceso que de encontrar su eje recursivo en la discusión política, seguramente activaría las alarmas de los docentes que, en caso de no intentar transformar desde su praxis, acaban por reproducir prácticas pedagógicas, reproduciendo también desigualdad.
Decía Peter McLaren (2005), que las modas neoliberales has desplazado la noción de pensamiento crítico, refiriendo a este como a estadios superiores de comprensión, es decir a prácticas encarceladas en una dimensión cognitiva que manifiesten evidencias de comprensión “superiores” –habría que ver a partir de qué referentes- pero, en su definición, sin necesidad de superar estadios asociados a los procesos de abstracción o, en caso de hacerlo, sin la necesidad de pensar en la forma en que la comprensión logra retornar sobre lo concreto.
Es decir que cualquier proceso cognitivo que se enfoque sobre un objeto recortado del mundo pero que avance en la comprensión de ese objeto, podría llegar a plantearse como un ejercicio crítico de acuerdo con lo que ciertas pedagogías promueven. Por lo menos raro, en principio.
Esa perspectiva de pensamiento crítico, como decíamos, toma distancia de las pedagogías críticas y de las teorías críticas de la enseñanza, en un principio, a partir de su particular disociación de las teorías críticas devenidas de la Escuela de Frankfurt y de las teologías de la liberación en Sudamérica.
La Escuela de Frankfurt, a partir de su base marxista, analizaba las relaciones entre los procesos de formación y transformación cultural en dependencia con las relaciones de producción. Es decir que se ocupaba de desentramar a partir de dispositivos teóricos para leer las prácticas, las relaciones existentes entre el modelo productivo y la cultura, y la forma en que se teje esa dialéctica, asociadas con la formación de los estados de conciencia en la perspectiva de Lukács (1969). Este instituto de investigación en ciencias sociales, tomaba entonces distancia del concepto burgués de cultura abstracta, y ataba los procesos culturales a los procesos productivos, cuestionando esta cultura dominante como representación de clase y problematizando su transformación para, a partir de ella, acceder a la transformación de las prácticas sociales y, por tanto y dialécticamente, de las relaciones de producción.
La teoría crítica recupera el pensamiento político a partir de la comprensión de las prácticas y de la configuración de lo concreto como una trama de relaciones en las que la dependencia se teje desde el encuentro y la dependencia multidireccional que dibujan cada una de las prácticas. Es decir que las prácticas no son autónomas y por tanto no pueden pensarse en la abstracción sino que sus sentidos se descubren en la medida en que el pensamiento avanza hacia la recuperación de lo concreto.
Como decíamos, esta perspectiva gnoseológica, que parte de lo concreto hacia la abstracción comprensiva y que demanda retornar a lo concreto para construir conocimiento válido, representa el punto central de las pedagogías críticas. No puede existir una pedagogía crítica que no se ocupe de la circulación de saberes, pero de saberes que se articulan a la trama, saberes en dependencia que configuren estados de conciencia sobre lo real y que trasciendan el ser en sí, acercándose al ser para sí.
La propaganda pedagógica posmoderna vacía de sentido los objetos, esconde la historia y disocia las partes. A decir de Jameson (2010), la abstracción es la bandera del pensamiento neoliberal –ya lo he dicho muchas veces pero vale la pena repetirlo- y ese pensamiento se propone conquistar las escuelas y cuanto espacio de circulación de cultura exista. Parecería que la mecánica que opera al servicio del mercado se ocupa de recortarnos el pensamiento, de hacernos creer que alcanza con avanzar en la posibilidad de comprensión del objeto disociado.
Además, las teorías críticas proponen la comprensión de las dinámicas de los conceptos a partir de la comprensión de las dinámicas de las prácticas. Si el mundo es movimiento y transformación permanente de los objetos, la cosificación de los conceptos representa también un problema para cualquier teoría que se proponga problematizar lo concreto.
Está claro que, como decíamos al principio, la crítica es mucho más que la comprensión profunda, es la posibilidad de reconocer los objetos como parte de una trama dialéctica que forma y se transforma, que deviene de la mano de las dinámicas históricas y a la que será por tanto imposible acceder en tanto no se comprendan las dinámicas productivas.
Hoy, en pleno siglo XXI y en el peor de los ataques del capitalismo polimórfico en su dimensión más dura, recuperar la dimensión política de la educación implica poco menos que imperiosamente la recuperación de la teoría crítica a partir de la instalación de pedagogías críticas en las instituciones educativas. Conocer y problematizar los objetos de saber implica asociarlo a un lugar –dinámico- en las relaciones de producción.
Es por tanto menester de las pedagogías críticas trabajar por el desarrollo de los estados de conciencia, aquellos que habiliten a los sujetos a comprender cuando la sociedad demanda de transformaciones reales a partir de lo que las prácticas evidencian. Construir pensamiento crítico implica reconocer la injusticia y la desigualdad objetiva, real y concreta, además de formar agentes de transformación social. Implica entonces trabajar para pensar políticamente el mundo, tomando partido porque, de no hacerlo, también estoy asumiendo una posición (Gramsci, 2017).
Bibliografía
Gramsci, A. (2017). Odio a los indiferentes. Barcelona: Editorial Planeta.
Jameson, F. (2010). Marxismo tardío: Adorno y la persistencia de la dialéctica. Buenos Aires: Fondod de cultura económica.
Lukács, G. (1969). Historia y consciencia de clase. México: Grijalbo S.A.
Mc Laren, P. (2005). La vida en las escuelas: una introducción a la pedagogía crítica en los fundamentos de la educación. Mexico: Sioglo XXI.