Chile vive una crisis política y social nunca vista en su historia. La clase política, la peor en los doscientos años de vida independiente, sin vergüenza de sus vergüenzas, condujo al país a una tierra de nadie donde campea la violencia y se impone el miedo y el terror. Reina la voz no de los más capaces y reflexivos, sino de aquellos que se adueñaron de las calles y plazas y de las redes sociales como si fuesen patrones de fundo, haciendo del bien común un bien privado. La realidad que vive Chile la podemos describir así: “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera […]. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese “todo el mundo” no es “todo el mundo”. “Todo el mundo” era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora, “todo el mundo” es solamente la masa”. El texto es un pasaje del clásico libro de José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Su vigencia, por lo menos en Chile después de 84 años es incuestionable aunque con una observación: no es la masa-pueblo, porque esta se encuentra también sometida al miedo, ni tampoco las minorías discrepantes, especiales, sino una minoría que se autoestima por sobre el resto, egotista y violenta, sin principios ni valores democráticos que la sustenten.
Las tres primeras definiciones de la RAE le calzan como anillo al dedo a esta minoría del terror que ha hecho de Chile su patio trasero: “Singular o particular, que se diferencia de lo común o general”; “Muy adecuado o propio para algún efecto”; “Que está destinado a un fin concreto y esporádico”. Esta minoría se diferencia de lo común o general por su violencia sin límites para infundir el miedo y actuar a sus anchas, con el propósito de desestabilizar el sistema democrático. No hay diálogo posible con ella ni con sus líderes. Son el circo romano del 2021 chileno. Para este circo romano de múltiples escenarios callejeros gobierna la denigrante clase política chilena, y las leyes se votan de acuerdo a los niveles de violencia y amenazas de la calle y de las redes sociales. La palabra “funa” desconocida en Chile, pasó a ser la contraseña de estos apologistas del terror y del miedo. El término originario del mapudungún significa “algo podrido o que se echa a perder”. Lo anterior quiere decir que si algún ciudadano osa manifestar cualquier opinión contraria a la voz del circo romano, es “funado” en todos los círculos de la vida diaria: los estudiantes “funan” a sus profesores que normalmente pierden su empleo, los políticos desprovistos de auténticos valores, echan pie atrás en sus obligaciones legislativas y esconden su voto o lo anulan. Lo mismo el Tribunal Constitucional. Pues la “funa” implica violencia física o verbal a la persona o a sus familiares o a sus bienes.
Varias veces me han preguntado si no tengo miedo de publicar columnas o posteos en mis redes sociales, que vayan contra esta minoría violenta que forma el circo romano made in Chile. Me sorprende la pregunta, sobre todo cuando la formulan periodistas, porque demuestra el grado de temerosa benevolencia frente a estos hechos. El laissez faire ha convertido al chileno en una oveja sumisa entregada a su matadero diario donde es insultado, golpeado y escupido, privado de sus espacios públicos que como ciudadano le pertenecen. ¿Por qué tener miedo de opinar diferente, de disentir? ¿Por qué el que disiente es agredido sin más? ¿O la libertad de expresión a la que suele apelar el circo romano para decir lo que le plazca solo existe para él? Negarse a expresar una opinión por temor a ser “funado”, es negarse a sí mismo en sus principios valóricos. ¿Qué tipo de periodismo es posible concebir bajo el imperio del miedo? No vivimos en una dictadura, como también se ha querido presentar al actual gobierno (la inmensa mayoría que conforma este circo romano no sabe qué es una dictadura porque nunca la vivió), como para que andemos escondiendo nuestro pensamiento. O mejor dicho, sí vivimos una dictadura: la impuesta por esta minoría a la que se le dejó ser y hacer.
El circo romano chileno no comprende que la democracia se construye con el otro. Que no es posible que todos tengan una misma opinión, porque esa es la gracia de la democracia, respetar al otro en su otredad, como lo dijo Humberto Maturana. Lo otro es una dictadura a la moda cubana, venezolana o pinochetista, en las que sí es necesario “tener la misma opinión para preservar la vida”. En Chile vivimos la dictadura de los egotistas, de aquellos que publican sus fotos en las redes sociales al frente del inmueble saqueado o incendiado, y levantan sus estrafalarias banderas como si se tratase de un trofeo de guerra. Es la cultura del yo insolente, sin principios, sin valores, sin rumbo. Sin nada. A este circo romano le rinde tributos la clase política chilena, tan estrafalaria como sus ídolos. Una clase política cobarde entregada sin asco a las exigencias de la calle y de las redes sociales, preocupada de sus propios intereses que pasan primero por sus bolsillos. Una clase política sediciosa, insidiosa, insulsa e indolente. Repudiable, en una palabra. Una clase política de la que el pueblo chileno es el único responsable.
Por eso es importante opinar sin miedo al circo romano, y no esconder la cabeza como el avestruz, esperando que otros lo digan, pues la democracia es deber de todos y debe preservarse mediante el diálogo, no a través del miedo o del odio porque, en definitiva, nadie debe temer por tener una opinión diversa; tampoco nadie debe ser agredido por tenerla.
Solo espero que la cordura vuelva a mi país, y que el circo romano no haya sido más que una horrible pero pasajera pesadilla en la que los verdugos, como dijo Jean Paul Sartre, siempre tenían cara de miedo.
Imagen portada – Archivo – Julio Le Parc exposición en CCK – Buenos Aires – setiembre 2019 – foto federico meneses