
Comienza César González: “El departamento quedaba en la planta baja de unos mono-block deteriorados de tres pisos color bordó. Yo recién había cumplido 4. Mamá tenía 20 años, como mi tía Irene, la dueña de la casa.
Estaban sentadas a la cabecera de la mesa, al fondo del comedor, cortando, fraccionando y envolviendo con prolijidad la cocaína en pequeños rectángulos de papel glasé de colores brillosos” (2022, pág. 9).
Ese es el disparador del primer libro de relatos del autor. Relatos que no son más que postales de su vida. César González nació en los márgenes, vivió en los márgenes y, cómo lógica consecuencia, casi muere en los márgenes. A los 16 años cayó preso bajo el cargo de secuestro extorsivo y pasó cinco de sus mejores años en la cárcel, donde cursó, entre otras cosas, talleres literarios.
Lo que pretendo desarrollar a continuación no es uno más de los relatos de autoayuda que, poniendo el foco en la superación personal y en los discursos resilientes, se proponen depositar en los sujetos de la miseria las responsabilidades de esas miserias. Tengo claro que las posibilidades de movilidad social son mínimas en el mundo de hoy y que los recortes de historias maliciosamente escogidas son parte de procesos de abstracción a los que justamente me propongo interpelar.
Me propongo, en definitiva, todo lo contrario. Este texto es parte de un grito de alarma ante una serie de discursos preocupantes que circulan en el ámbito educativo y que suelen ser, en general y por su fácil lectura, de consulta masiva tanto por padres como por docentes que, en su desespero anti humanista, pretenden encontrar, en ellos, recetas para ser personas. El ejemplo de César es, simplemente, la muestra objetiva, reitero, objetiva, de que es imposible pensar la educación desconociendo la idea de totalidad que trabajan las teorías críticas y podando de forma arbitraria los excesos de realidad.
Analicemos brevemente el problema en todas las manifestaciones de sus formas y sus sentidos. Sabido es, que comprar libros no se considera una patología de consumo ni mucho menos leer. No obstante, cuando el libro se convierte en moda, la mirada debería ser en principio diferente. Decía Pichón-Riviere que la moda suele ser un barómetro social: “cuando el psicólogo, seducido por el vertiginoso ritmo de ese fenómeno y tranquilizado en sus miedos por la aparente superficialidad del tema, se introduce -no sin cierto pudor- en ese mundo, se enfrenta de golpe con un hecho colectivo que revela de forma inmediata e incontestable todo lo que hay de social en nuestro comportamiento” (2024, pág. 317). En definitiva, también leemos lo que somos, socialmente hablando.
Las modas son, claramente, fenómenos sociales que se pueden analizar de forma profunda pero sencilla a la luz del desarrollo de los procesos productivos. Lo mismo para las modas de lectura. Esa podría ser una explicación al por qué de la venta masiva y del consumo del relato amigable, hueco y vacío de contenidos, de una suerte de próceres-abanderados de la educación del siglo XXI cuyos textos se leen como se leían las revistan de chimentos en los 90, en la playa o en el baño.
Pensemos entonces en una primera característica de ese tipo de narrativas. Se venden en general como textos de profesionales en su materia que dedican su vida a una suerte de prácticas filantrópicas que llegan, mesiánicamente, a salvar las tristes vidas de los sujetos pos-posmodernos. Una suerte de coaching espirituales que arengan el buen hacer a partir de la afirmación apologética de una suerte de superyó que se encarna en el diablito malo de los dibujos animados y que suele ser vergonzoso de aceptar, hasta tanto estos profetas de la justicia moral lo envalentonen. Los discursos llegan para dar fuerzas al padre o al docente agotado, dubitativo, al que le cuesta tomar decisiones concretas por lo que sobrevive flotando como una ameba en tranquilas aguas de los dilemas morales.
Un segundo rasgo distintivo es que a la vez que carecen de contenido, están plagados de afirmaciones falaces.
En virtud de que su génesis responde a los rasgos más generales del público objetivo y que su propósito central es vender el discurso como moda, están pensados para aportar muchas más certezas que dudas filosóficas. Por tanto, no necesitan profundizar en contenidos teóricos, sino que lo que suelen hacer es apelar a afirmaciones contundentes que liberan al lector de culpas al respecto de su accionar pedagógico a la vez que depositan en el sujeto de educación, en el aprendiz, el peso de sus problemas.
Los rasgos anteriores responden, en términos epistemológicos, al problema central de este tipo de materiales de apoyo/autoayuda: su abstracción. Los recortes que esos seudo autores hacen de los objetos de análisis son tan arbitrarios que sería imposible validar el rigor epistémico de sus enunciados y, por tanto, de intentar avanzar de lo abstracto a lo concreto, veríamos derrumbarse uno a uno sus postulados asociados con verdades incuestionable.
Un ejemplo de ello es el discurso, muy de moda, de que por cuidar a los niños estamos construyendo generaciones de cristal. Esa afirmación supone, en términos prácticos y entre otras cosas, que es necesario enseñar al niño a fracasar para que se levante porque, de lo contrario, y de no aprender a levantarse, jamás será un niño resiliente. ¿Existe en la educación de hoy concepto más neoliberal que el de resiliencia? Esas afirmaciones hablan de un niño de laboratorio, el que podría ser analizado fuera del mundo dado su ser mimético, condicionado este únicamente por su naturaleza humana. Ese niño parecería, en principio, inmune a sus relaciones dialécticas con el mundo material.
El nivel de abstracción es tal en esos juicios que rozan los niveles de lo impensado. ¿Hay que someter en la escuela, a un niño que pasa hambre, que sufre de abandono y violencia en su hogar, a una serie de fracasos planificados para que aprenda a ser resiliente? Sinceramente, me permito, al menos, dudar de las formas además de interpelar los fondos. Se parece más a una manifestación de hipocresía que suele encontrar su génesis en los que cuentan la historia de los vencedores pero desconocen al ángel de las ruinas que describía Benjamin y que acaba encontrando eco en las voces de aquellos que fueron tomados sin percibirlo por los vientos reproductores de la desigualdad inmanente.
César Gonzáles compartió el mundo con niños de otras clases sociales -sí, recuperemos la lectura de las clases-, cuya situación de partida fue diferente. ¿Podemos pensar iguales recetas para todos los niños, además de sacarlas de textos sin conceptos? ¿Podemos realmente, desde el calor de la estufa y con la panza llena, para afirmar que los condenados de siempre deberían tener la misma voluntad de espíritu que los herederos? En principio deberíamos, los educadores, dejar de hacer equilibrio en el muro de la autoayuda y apelar a la reflexión teórica profunda, la que solamente se logra volviendo a la lectura de las obras clásicas que, lamentablemente, hoy se conocen solamente por recortes -también abstractos- de memes en redes sociales. No estaba tan lejos Jameson cuando decía que, en efecto, el peor de los malos posmodernos sigue siendo la abstracción.















































