
“Siempre habíamos mirado lejos. ¿Sería necesario aprender a vivir al día? Estábamos sentados uno al lado del otro, bajo las estrellas, rozados por el olor amargo del ciprés, nuestras manos se tocaban; por un instante el tiempo se había detenido. Se echaría a correr otra vez. (…) ¿volvería a asaltarme la angustia de envejecer? No mirar demasiado lejos. A lo lejos estaban los horrores de la muerte y de los adioses; estaban los postizos, las ciáticas, las invalideces, la esterilidad mental, la soledad en un mundo extraño que ya no comprendemos más y que continuará su curso sin nosotros. ¿Lograré no alzar mi vista hacia esos horizontes? ¿O aprenderé a percibirlos sin espanto? Estamos juntos, esa es nuestra posibilidad. Nos ayudaremos a vivir esta última aventura de la cual no regresaremos. ¿Eso nos la volverá tolerable? No sé. Esperemos. No tenemos elección.” (p.68; 2021)
Con este fragmento, Simone De Beauvoir cierra el primer apartado de su novela La mujer rota en 1967. La protagonista encarna lo que significa ser mujer como categoría política. Una existencia definida por la dependencia afectiva, el sacrificio y la renuncia. Una mujer de clase media que construye su identidad en torno a su esposo y a la maternidad.
Más de 50 años después, Lala Pasquinelli, en su libro La estafa de la feminidad. Cómo la belleza nos educa para ser sumisas, plantea que estos mandatos no han desaparecido, sino que fueron reconfigurados bajo la falsa idea del empoderamiento y la belleza. La estafa es una promesa de libertad femenina que desemboca en nuevas formas de control: las corporalidades como territorio de autoexplotación.
En La Mujer Rota, vemos a una mujer que vive en los restos de lo que alguna vez fue su vida conyugal, donde la rutina y el desgaste la atan a un vínculo que solo existe en su memoria y se siente obligada a obedecer el mandato del amor romántico. Depositar sus expectativas en ese vínculo la condena a buscar fuera de ella misma su propia felicidad con frases como: “se parecería cada día más al hombre que yo había querido hacer de él” Aún en la infidelidad y ante la pérdida del deseo, el valor para ella está en sostener la nada.
(…) aprendemos que el dolor es algo que debemos soportar para ser queridas y reconocidas. La belleza nos educa más que cualquier otro dispositivo en la idea de que para ser queridas tenemos que sufrir, y que ese sufrimiento no solo es normal y está bien, sino que vale la pena, que hay que hacer el sacrificio de negar lo que somos porque la recompensa -ser aceptadas- lo vale. (Pasquinelli; L; 2024; p.162)
La violencia simbólica en la que ha sido educada la protagonista de la novela, la hace creer que es culpable, que la falla del vínculo es su entera responsabilidad. Se pregunta sobre las formas en que otras mujeres se relacionan íntimamente con sus parejas, reflexionando sobre su tendencia a subestimar la importancia de la felicidad física para crear lazos, incluso cuando comprende que la sexualidad, para ella, ya no existe. La ve como una carencia, una pérdida de sentido.
En el universo de Beauvoir, el deber es amar y cuidar. En la actualidad, el deber es ser joven y deseable. Esto demuestra lo que históricamente ha sido la violencia hacia las mujeres, vistas como cuerpos y por lo tanto, cuerpos para el consumo de otros. Pasquinelli lo resume así: “La belleza mediante rituales, hábitos, fantasías y consumos, constituye el dispositivo principal y más eficiente para educarnos en la docilidad y construir la alienación y la mansedumbre que serán el entrenamiento para que cumplamos los otros mandatos que configuran la feminidad” (p.43)
En el caso de Beauvoir, el entrenamiento implicaba la paciencia, la templanza y la espera, hoy es a través de rituales estéticos, comparación en redes y autovigilancia corporal. Lo que alguna vez fue el hogar como espacio de confinamiento, hoy es reemplazado por el cuerpo.
Así, cuando la protagonista de la novela plantea “siempre me negué al proceso de degradación. No me inquietaba el cuerpo pero mi cuerpo me abandonaba, la vida iba poco a poco a sacarme todo lo que me había dado; ya había comenzado”, vemos cómo ese límite tiende a acelerarse en la actualidad, donde la cultura de la belleza convierte al envejecimiento en una falta moral, y la vergüenza actúa como un modo de control cotidiano.
Por otra parte, en relación al mandato de la maternidad, en la novela, la protagonista cuenta grandes enfrentamientos que ha tenido con su hijo, lo que le genera una profunda decepción e indignación. Esto deja entrever las expectativas que ella coloca en dicho vínculo, como una proyección de sí misma y la presión de ser “buena madre”.
En el capítulo “Las Maestras”, Lala Pasquinelli, explica cómo las mujeres nos enfrentamos a la mirada social que juzga y responsabiliza a quienes ejercen dicha función, porque, entre otras cuestiones, el trabajo es producir hijos obedientes. La autora a su vez, cita textualmente un fragmento de El Segundo Sexo de Beauvoir, al explicar cómo las madres reproducen estas lógicas para formar a sus hijas “por su propio bien”. Así, eligen sus vestimentas, juegos, prohíben practicar determinados deportes, que no pierda su feminidad, aunque gracias al feminismo también se la anime a estudiar. La educación actual no es muy diferente, nos dice Pasquinelli, pero se agrava en lo que a la belleza y la sexualización refiere. Lo que sucede en la novela, es la demostración práctica de que la maternidad ideal no existe, por más que se nos bombardee con imagenes del modelo de maternidad romántica, donde las mujeres viven relajadas desde sus privilegios, la crianza de sus hijos. Dicha información alimenta la frustración y culpa de mujeres que en el ejercicio de sus funciones socialmente asignadas, consumen el espectáculo de la maternidad rosa como una meta inalcanzable.
Es así que el espectáculo de la seducción y la romantización suelen ser más sutiles pero efectivos que la coerción y presión externa de las que somos víctimas. Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección nos dice que hubo un pasaje del “patriarcado de opresión” al “patriarcado de la libre elección”, porque la violencia es ejercida desde y hacia nosotras mismas, consciente e inconscientemente.
Lo que en Beauvoir es drama personal, en Pasquinelli se vuelve una denuncia política. La verdadera debilidad no está en romper, sino en no reconocer la estafa. No está mal romperse, puede ser una forma de lucidez, la posibilidad de desobedecer y reconstruir una identidad por fuera de un deseo ajeno.

















































