Se puede medir la vida por los logros alcanzados, los años transcurridos o la cantidad de hijos criados. Pero, cuando llega el momento de contarla, solemos aferrarnos a lo que más nos marcó. Edward Savienko, el hombre que más tarde sería conocido como Limónov, eligió hacerlo a través del agua. Porque el agua no tiene forma fija. Porque siempre fluye libre hacia el caos. Porque recuerda el ruido de los bombarderos alemanes cuando aún era un bebé.
Estamos acostumbrados a creer que la literatura rusa es un desfile trágico de existencialismo con esteroides: dostoievskiana, solemne, opaca de sufrimiento. Pero déjeme presentarle la excepción a la regla: Edward Limónov, un punk con alma de poeta, un guerrillero literario nacido en 1943 en una pequeña ciudad industrial de la extinta URSS.
Hijo de un oficial del NKVD (la antesala del KGB) y de una madre ama de casa, Edward creció en Járkov, Ucrania, bajo la amenaza del estruendo nazi. Según cuenta su madre Raia, fue expulsada de un refugio antiaéreo mientras cargaba al pequeño Edichka en brazos porque el niño no dejaba de llorar, arriesgando a todos. Esa noche, entre escombros y estruendos, le susurró:
“La verdad, no lo olvides nunca, mi pequeño Edichka: los hombres son unos cobardes, unos canallas, y te matarán si no estás preparado para golpear primero”.
Y Edichka se lo tomó al pie de la letra.
Entre fundiciones y versos ilegales
En su juventud trabajó en una fundición, uno de los empleos más estables en plena Guerra Fría. Era bueno en eso, quizás por eso lo dejó. Prefirió ser poeta. Prefirió vivir mal. Vendía sus poemas mecanografiados por cinco rublos mientras cosía jeans al estilo occidental para beber vodka, leía y soñaba con convertirse en un Motrich cualquiera, ese poeta marginal que un día vio en un rincón de Járkov y que encendió su delirio:
“Lo que es la fuerza del arte… En un abrir y cerrar de ojos Ed Savienko comprendió lo que lo esperaba. Mientras contemplaba la tez negruzca del poeta, se prometió ser poeta. Pase lo que pase”.
En una de sus primeras crisis emocionales, se cortó las venas frente a un ejemplar de Rojo y negro, de Stendhal. Su madre lo encontró desmayado. Lo salvó. Lo internaron. En el psiquiátrico no mejoró: se endureció. Salió hecho un escritor con garras de navaja.
Manhattan blues: de mayordomo a homeless
En los años setenta desertó. Se exilió en Nueva York. Trabajó como mayordomo de un millonario mientras escribía a escondidas. Luego fue vagabundo. Durmió en bancos de plaza, bebió con punks, militó con negros, escribió como un poseso. De esa etapa nació su primera novela, El poeta ruso prefiere a los negros, donde mezcló sexo, resentimiento de clase y una lucidez brutal.
En los ochenta aterrizó en París. El Limónov de ese entonces tenía una sonrisa sarcástica y un odio bien templado. Publicó libros, se ganó enemigos y fue protagonista de fiestas con Warhol, Dalí y Dee Dee Ramone. Su figura comenzó a consolidarse como un escritor de culto: un Bukowski soviético con mirada de halcón y olor a pólvora.
En un estudio sobre su obra se describe este periodo fermental brillantemente:
“Limónov se sienta frente al escritorio y genera uno tras otro varios ciclos de relatos. Cree haber encontrado un yacimiento de petróleo. Todos ellos emergen alrededor de un tema: trabajos temporales al margen de la sociedad, peleas con colegas y percances con la policía, escapadas estadounidenses de escritor parisino. El nuevo método muestra una gran eficacia: la memoria filtra impresiones y episodios como un motor de búsqueda, y los mezcla como un DJ”.
Kaláshnikov en mano: el guerrillero literario
Regresó a la Rusia postsoviética en los noventa y fundó el Partido Nacional Bolchevique, un oxímoron ideológico que combinaba la iconografía de Lenin con la rabia punk. Limónov apareció en televisión, marchó por las calles y llegó a disparar un fusil de asalto sobre Sarajevo, en apoyo a las milicias serbias. Las imágenes fueron tan grotescas como simbólicas.
¿Poeta o fascista? ¿Provocador o psicópata?
Fue arrestado más de una vez. Escribió desde prisión. Describió el cuerpo de su esposa con una devoción que rozaba lo pornográfico. También habló de sus relaciones homosexuales sin pudor. Para él, el límite no existía. Solo el lenguaje.
La última de sus reclusiones se la ganó por criticar a Putin como un débil en sus intentos por recuperar la grandeza de la Rusia imperial. Cuando lo llamó el director de la cárcel para anunciarle su liberación, le preguntó cómo había sido su estadía, preocupado por lo que diría el renombrado escritor acerca del centro de reclusión. Edward le contestó:
“No dudaré en recomendarlo a mis amigos”.
No fue un modelo a seguir. Fue una especie de mamushka rota e infinita, siempre esperando que la próxima en emerger fuera una granada como la que le da su nombre a su alter ego. También fue un niño rechazado en un refugio, un poeta con cuchillo bajo el abrigo, un exiliado, un soldado sin causa, un amante sin filtros, un cronista de la decadencia.
Leer a Limónov quizás le resulte un resumen del siglo XX y una premonición de la moral del XXI: una encarnación de las contradicciones que nos han llevado a donde hoy nos encontramos. Con suerte, quizá le ayude a entender mejor al espíritu humano y sus claroscuros. Qué fascinante elección, narrar una vida por medio de las aguas que la refrescaron, la sacudieron y arrastraron.
“La más profunda enseñanza de la vida es simple: en cuanto tomes conciencia y sientas que te encuentras con fuerza suficiente para aspirar a algo más que al destino de un simple mortal, no tardes ni un minuto en arrojarte a combatir en las barricadas de la historia.
No seas cicatero: machácate, sin piedad, explótate como a un perro. Sé arrogante, desarrolla tu megalomanía, ponte a la altura de los grandes.
Sé exigente contigo mismo, pero muéstrate también satisfecho de tus victorias. De lo contrario, te pasarás la vida sentado a la vera de la fuente del pueblo. Y la historia dejará de funcionar y acabará, como la fuente, llena de grietas y de herrumbre”.
Se agradece el consejo de quien ha predicado con el ejemplo. Hoy, más que nunca, camarada Edichka.