El under musical de Montevideo y aledaños es un campo permanentemente fértil, generoso, abierto a propuestas con la variedad propia de lo que sigue siendo un caldero hirviente de mezclas, sonidos, texturas, formas de hacer con la poesía y la música. Formas de hacer con la delicadeza en los arreglos y con el grito de la canción guerrera que algún día llenará estadios o será el cántico que susurre antes de dormir quien lo haya oído en algún momento.
Alcanza abrir los oídos, salir de la radio, y todo está allí, en las plataformas, en los recitales para veinte amigos, en barsuchos y otros sótanos de mal vivir y peor morir. Hay que buscar, o más bien dejarse encontrar. Como con el amor.
Los Hexbreaker son una de esas sembradoras largadas a navegar una tierra que sin estar inculta, sigue teniendo rincones disponibles, un terrón negro y húmedo que aloje la semilla y la vea iniciar su lucha por fructificar.
Tienen algunas características que dicen también de un mercado al cual mucha oferta le pasa desapercibida, lejos de los radares que -como ocurre con cualquier producto cultural- suelen activarse luego de un primer acercamiento. Hay algo de banda para iniciados desde el momento en que los círculos que hacen posible sus existencias suelen ser pequeños aunque potentes allí en los bordes del sitio en que la piedra martilla el agua.
Son, decíamos, un cuarteto de músicos experimentados, con trayectorias que los ha reunido en otras ocasiones en otros proyectos, todos guiados por la potencia de una guitarra que juega en estructuras complejas, por un ritmo abierto a la melodía, y sobre todo por una carga de voltaje que no respeta ni teme los cuerpos a los que toca.
No hay en Hexbreaker canciones de dos acordes, y esto navega en un equilibrio delicado que logra no caer en la complejidad hecha solo para oídos amantes de lo barroco, sino que están siempre al servicio de una idea musical potente, eléctrica y que en vivo suele ser una patada en el plexo.
Los bajos de la banda están a cargo de quien no niega las horas de escuchar a Steve Harris, lo que se nota en un juego melódico -más que evidente cuando se embarca en la lisérgica «Sueño de Sherezade»– y una apuesta por lo rítmico en diálogo permanente con una batería inquieta, filosa, que sin renunciar jamás a la potencia del hard rock old school, juega a que cada golpe tenga sentido, como suele ocurrir con los buenos bateros de jazz.
Si hubiera que definir su sonido, uno diría que estamos frente a un Rock duro y funky, en plena construcción. Los temas tienen siempre filo, bordes que raspan las orejas y la piel. Los cortes y cambios son frecuentes en un power trío que se acerca más a Tool que a Cream, sonando potente desde lo instrumental, y reforzado por el trabajo de la cantante, cuya voz impresiona inicialmente más como un instrumento central del cuarteto que como delivery de una poética que no resulta evidente en la primera escucha.
La voz de Banchero se mueve con absoluta comodidad en un registro que recuerda a la Linda Perry de los años 90 o a la Doro Pesch del mejor momento de Warlock. Quizá debido al propio juego rítmico de la banda, rinde mucho más cuando canta en inglés que cuando lo hace en español. Hay algo de la palabra corta que permite otro fraseo, que para el estado actual de la propuesta de Hexbreaker parece más adecuado.
Los temas que presentaron en estas tres fechas tienen un sonido actual, duro, complejo, fluido. Se puede oir -casi como un ruido blanco- algo de bandas como Uriah Heep o Iron Maiden, en las cabalgatas de la guitarra de Heber Hammer, en los bajos cortantes y melódicos plenamente distinguibles de la mezcla del sonido en vivo, en la brutal sutileza con que hace hablar a los platos y los tones, la manera en que el charleston y el redoblante del Fefo Estefanell sostienen un ritmo serpenteante, donde el bajo de Chuku Herrera dibuja siempre en un primer plano.
La voz de Patricia Banchero se pliega siempre a la estructura melódica, corta la mezcla y hace entendibles las letras, aunque a veces la búsqueda respetuosa de un lugar se traduce en gestos como ubicarse en el escenario siempre en una segunda línea, al centro, pero uno o dos pasos por detrás de las cuerdas.
De lo que vienen haciendo, destacan en una primera escucha la melódica -casi escribo bluesera- «Big little girl», la potencia desatada de «La última frontera» y la sutileza con aires de campamento de camelleros en el sahara de «Sueño de Sherezade».
Luego de la primer escucha le pedí a google auxilio con respecto al nombre de la banda. Hexbreaker remite a una serie de juegos de máquinas tragamonedas. De esas que pueblan bares mínimos llenos de parroquianos que matan el aburrimiento entre la radio, la copa y el tentar a una suerte obligatoriamente esquiva. Cuando se agrega «rock» a la búsqueda, brotan dos referencias musicales. La primera es un disco recién salido de una banda polaca –Axe Crazy-, de un metal cercano al trash speedico modelo Metallica, la segunda, lleva a una banda mucho más antigua, los Fleshtones, cuyo glam rock suena idéntico a T-Rex. Quizá sea tan casual como lo que te suelta un algoritmo, pero algo en ese trillo del rock clásico y sobre todo británico, a propuestas nuevas del metal nórdico es lo que proponen estos Hexbreakers criollos.
Dicen los cuatro músicos que están en plena conformación, que el grupo humano es capaz de trabajar con rigor y hallar momentos de contacto y conocimiento en el camino. Dicen los que los vienen viendo que suenan muy bien. Ojalá la apuesta prenda y tengamos un rock potente, melódico y de pulso sostenido por largo tiempo.
Dejo el set que vienen tocando.
Funk The Word
Try
Big Little Girl
Sherazade
Despertar
La última Frontera
Hexbreaker
Fotografía gentileza de Merlina Heineken
https://www.facebook.com/Hex.hardrock/