
Cabrera y Fattoruso hicieron lo que hacen los músicos cuando no hay nada que demostrar, tocar y disfrutar.
Camino unas pocas cuadras por Ciudad Vieja, barrio que compartimos con Fernando y al que en varias oportunidades he cruzado por calle Piedras o por Bartolomé Mitre, alguna mañana de martes y feria. La caminata hasta el Sodre, apenas seis cuadras de mí casa, me dio tiempo de anticipar la noche, de pensar en la suerte de vivir tan cerca de estos encuentros. El Auditorio esperaba con su fachada iluminada engalanado para una noche especial donde preparaba el lanzamiento en vivo del vinilo (Cabrera/Fattoruso) que registra el concierto en el Solís, un disco que ahora cobraría vida frente a nosotrxs.
Nunca antes los había visto tocar juntos; pensar en esa combinación de mundos y estilos me acompañaba mientras subía por las escaleras de la Adela Reta. Ya instalado en la parte baja, el reloj marcaba las 21:03 cuando entraron. Tres minutos después de lo pactado, lo justo para no ser puntuales del todo. Cabrera con ese andar suyo, entre tímido y contenido; Fattoruso con sonrisa y el aire de quien está por tocar en el living de su casa. El público los recibió con respeto, como poniéndose en sintonía con lo que ellos comunicaban con sus cuerpos y sus formas, y creo que también reconociendo que lo que estaba por comenzar necesitaba silencio, escucha activa y observación.
En el escenario, apenas la guitarra de Cabera y una pequeña mesa que sostenía una consola, el piano de cola de Hugo junto a otro teclado eléctrico, el acordeón a piano a un costado y dos sillas. Ninguna escenografía alocada, solo algunos focos y la proyección de luces al fondo. Un contexto coherente con la propuesta, con la esencia del show.
Las primeras canciones se deslizaron sin presentación, como si el orden importara poco, y mezcladas en cuanto a las autorías. Alas Blancas, Viva la Patria, Día Después, La Garra del Corazón, En tu Mantra, El Tiempo está Después; temas que los dos hacen propios, sin aclaraciones, acompañados por la guitarra eléctrica sin distorsión de Fernando, que con Fattoruso toman una temperatura especial. El piano no solo acompaña; dialoga, provoca, se adelanta y retrocede. Cabrera, atento, juega con los espacios; a veces parece medir el aire antes de cantar.
Hugo, inquieto y lleno de colores, se divertía jugando con el repertorio. A veces parecía que no sabía qué canción seguía, como retando al público a adivinarla junto a él. Miraba de reojo a Cabrera, intentando involucrarlo en ese diálogo lúdico, pero Fernando estaba tan concentrado que probablemente ni se dio cuenta. Esa pequeña travesura se convirtió en un juego silencioso con la platea, que se reía y participaba, sumando complicidad y ligereza a la atmósfera íntima del Auditorio.
El clima de la noche tuvo su quiebre con El Loco. Antes de empezar, Cabrera tomó el micrófono y dijo: “Vamos a hacer hoy una dedicatoria a todos los presentes, a los técnicos y a vos, Hugo también… y en último lugar, a mí mismo”. El público rió y aplaudiendo festejó el destello de humor con sorpresa, porque no es habitual verlo soltar bromas. Ese autohomenaje, dicho sin solemnidad, rompió la barrera entre escenario y platea. Como si su hubiese dado una licencia para reírse un poco de su propio personaje.
Luego siguieron temas donde el diálogo se hizo más intenso, casi espiritual. El Tiempo está Después, Siete y Tres, Desesperando… Cada uno entraba en la atmósfera del otro sin perder su voz. Cabrera parecía concentrado en lo mínimo, en la textura de cada palabra; Fattoruso se movía entre el virtuosismo y el juego, como si probara nuevas combinaciones en tiempo real.
Entre canción y canción no había grandes discursos. Solo miradas, sonrisas y algún gesto. Pero la puesta en escena no pedía más, eso alcanzaba. Porque más que un espectáculo, fue una conversación larga entre dos tipos que se entienden sin hablar.
El público acompañó con esa atención que se siente, nadie se movía, nadie hablaba. Había algo de ceremonia en esa quietud, pero no de solemnidad, era respeto. Tal vez porque ambos artistas representan algo más que sus canciones. En sus trayectorias está buena parte de la historia de la música uruguaya y verlos juntos es como mirar dos corrientes distintas que finalmente se encuentran.
Antes del cierre, clásicos de ambos: La Casa de al Lado (FC), Candombe en Tres (HF), fiel al tono de la noche. Cabrera agradeció con la voz apenas por encima del susurro el cariño del público. Fattoruso saludó con un gesto simple, levantando la mano. Tocaron hasta las 22:35 y se fueron, luego de un primer amague de retirada que a base de aplausos fue frustrado por el público.
Tras el aplauso final, la gente se dispersaba despacio. En el hall, algunos hojeaban el vinilo con la misma atención con la que se mira un recuerdo; otros se cruzaban saludos cómplices, rostros familiares de la noche montevideana. Todos parecían irse con algo resuelto, como si la música les hubiera devuelto una parte que faltaba
En tiempos de ruido, ver a Fernando Cabrera y Hugo Fattoruso compartir escenario fue una lección sobre el silencio y la pausa. Dos caminos largos que se cruzan sin imponerse, con la humildad de quienes ya no necesitan demostrar nada.
Yo…. Luego de algunos saludos con personas conocidas, caminé hasta la rambla. El viento traía olor a sal y un rumor de ciudad tranquila. Pensé en la música que se hace sin querer gustar, en los artistas que ya solo tocan para seguir respirando. En silencio, seguí caminando. Montevideo, parecía tocada por la misma calma que había adentro del Auditorio.
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