Tan compacta como siempre
Buitres en Sala del Museo del Carnaval, 15/12/23
En la primera línea sobre el escenario, cuatro jirafas anuncian que cuando se trata de Buitres, todos cantan. La batería ludwig de Federico Bianco brilla bajo seis potentes luces rojas, el bajo de Orlando Fernández enhiesto como soldado, monta guardia delante del Ampeg que llevará su sonido a la sala, y los Vox de la guitarra de Pepe Rambao, a la derecha de un escenario que siempre miramos de frente. Sobre la izquierda, irá Parodi.
-“¿Ahí es donde se salta?” La pregunta de Santiago, que señala el centro de la sala, queda flotando en el aire, donde una hora antes del inicio de la fiesta, los tempraneros bebemos frente al escenario aún vacío.
Sorprendido por la pregunta, miro al gurí -pelo lacio cortado en melenita recta sobre el cuello, lentes, remera de equipo de la NBA, bermudas negras. Una suerte de Harry Potter criollo en pleno ritual de iniciación-, que con un vaso de refresco en la mano, mira a su madre. Necesita una respuesta que llega firme y clara. “Sí, es ahí. Pero para ir tenés que ser más grande. En un par de años, tal vez.”
Santiago se aleja a recorrer la sala que se puebla en un goteo lento y continuo. Minutos más tarde, vuelve al ataque “¿Por qué si es un toque de Buitres algunos vienen con una remera de Ramones?” Sonrío casi sin querer, desde los parlantes hace ya media hora que la voz de Joey Ramone es omnipresente.
Recorro yo también la sala, buscando una pista para mi tarea. ¿Cómo hacer la crónica de otra noche más de la banda que me acompaña desde que llegué a Mdeo hace treinta años?. ¿Qué decir de otro toque de Buitres? ¿Que el cielo puede esperar? Observo los rostros de los recién llegados. Al menos tres niñas de seis y siete años, dos niños de diez y once. Ojos abiertos y atentos, curiosidad y sorpresa.
Es diciembre, y la familia se reúne en torno a barras, mesas, fuegos. Es diciembre y la gente se refugia en los afectos, las memorias, que viven en ese puñado de canciones que funciona como bálsamo para las heridas, como grito de guerra, o como sostén de una memoria colectiva siempre frágil y amenazada por el diluvio de data en que hemos convertido la vida.
A las 9:10 las máquinas de humo inundan el escenario de una niebla artificial más propia de junio que de este fin de semana en que el sol nos cuece a fuego lento. Los plomos ajustan dos detalles finales, dejan hojas con el setlist frente a cada jirafa, y sin ningún aspaviento, como el tío que llega con dos botellas bajo el brazo a la cena navideña, los cinco músicos entran a escena.
El setlist apuesta por canciones donde prima la melodía, un racimo apretado de letras para ser coreadas por la sala llena de hombres y mujeres de tres generaciones diferentes. Bajo el volumen saturado y las guitarras cargadas de overdrive las letras hablan de las mil versiones del amor herido, de la vida malvendida al patrón o al estado para poder comer, de los instantes de felicidad que siempre se le pueden robar al tedio imperante en este rincón alejado de la mano de dios.
Crónicas del desamor, de las historias que terminan generalmente mal. Promesas de finales felices que abrigarán corazones y gargantas sedientas de esa palabra que diga la vida y la grite en un coro en que la desazón se arropa de toda la seducción de la que es capaz.
Alcanza recorrer con la mirada los cuerpos vestidos de mil tonos de negro, para entender que, entre golpes de tambor, meneos de caderas y cabezas arrastradas por el bajo gordo y las guitarras ásperas, las canciones de Buitres son siempre una invitación al juego de seducción, en la oficina, en el taller, en las reuniones de sindicato, en los asados de fin de año o en cualquier fiesta de egresados.
“Playback” (Bailemos, 2010) y “Días mecánicos” (Canción de cuna para vidas en jauría, 2007) son la llave que abre la noche antes de que Peluffo salude, con un cálido “Buenas noches, bienvenidos”. Repaso las letras de ambas y encuentro, sin querer, una de las tantas claves que explica la permanencia de una banda de rock que se acerca tanto a Zitarrosa y Gardel como a Chuck Berry. Una canción se pregunta si “¿Estas lágrimas son tuyas o mías?/De tristeza o alegría?”, la otra retrata la vida de quienes yugan cada día en el laburo, mecánico, alienante, donde todo se reduce a “tres mates para empezar/dos horas para salir/un día para cobrar/diez minutos para comer”
En vivo, la banda suena tan compacta como siempre, aunque por momentos se pierde la sutileza que ganaron hace años en estudio, cuando Pepe Rambao dejó el bajo para colgarse la Telecaster con la que colorea las melodías de tres acordes con las que Parodi se ha hecho un nombre propio, querido y respetado por miles de fans y no pocos músicos. Algo similar ocurre con la voz de Peluffo, sobre todo cuando ataca las notas más graves. Las guitarras, los brillos de los platos, el volumen desatado y los gritos de la gente hacen que se pierda en la masa sonora.
Buitres festeja sus 34 años, del cajón van saliendo clásicos, Una vez más (BDDL1, 1990), Condenado el corazón (Maraviya, 1993), Carretera perdida (Buena suerte, 2001), que engarzan con las más nuevas, Pituca (Mecánica popular, 2019), Normal (Canciones de una noche de verano, 2014). Como en toda fiesta, habrá quienes extrañen otros clásicos que no estarán, porque cada encuentro es único. Alcanza con aguantar la cena de Navidad hasta el amanecer para encontrarse con el sobrino díscolo que sigue reclamando la retirada de Asaltantes del 63.
Ayer, el séptimo tema del set fue Gritar, aquel llamado de guerra y desolación que abría en 1985 el mítico Tango que me hiciste mal, de Los Estómagos. Por tres minutos aquel espíritu gótico, desangelado y ominosamente esperanzador cruzó la sala del Museo. Ninguna reunión familiar que se precie, es tal sin esos momentos.
Sobre el final, Los tilos morados y Buitres puso a cantar hasta a la niña que miraba sentada en la barra, tomada de la mano de su madre. Los bises incluyeron A cartas vistas y la incombustible Yo no voy a morir.
A la salida, la lluvia no había llegado pese a los amagues y anuncios. Camino la Ciudad Vieja, haciendo notas mentales para esta crónica. Ojalá hubiera vuelto a encontrar a Santiago para que me contara de su primera vez como público de una banda que seguro lo acompañe hasta mucho tiempo después de ese pogo que de momento sólo mira, mientras canta a voz en cuello que hoy toca Buitres, y que el cielo puede esperar.
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