Las discusiones sobre las cuestiones de la técnica vienen siendo del orden de lo central en el campo de la crítica social y cultural. Parece ser que la técnica como recurso científico, artístico, productivo o cualquiera sea, podría a priori asociarse con procesos de dominación sobre sujetos devenidos en objetos y manipulados por estructuras de poder y producción.
En cualquier caso, parece ser que esa crítica al objeto que recae absoluta y únicamente sobre el propio objeto práctico –llamémosle técnica sin prejuicios- naturaliza la asignación de rasgos propios a ese objeto, rasgos independientes de aquello que la exterioridad y lo materialmente relacional podrían llegar a asignarle como rasgo propio de su contingencia. Es decir que la demonización de la técnica requiere de la afirmación de un en sí de esa técnica que, en tanto práctica, ostentaría ese potencial inmanente. Algo que parecía superado en la modernidad, de Hegel en adelante.
En esa línea, podríamos afirmar que cualquier técnica encubre en su ser, como ontología, una esencia que reproduce, aliena y cosifica al sujeto que la pone en juego, un sujeto que, desde su pasividad, se somete al dominio estructural del objeto práctico que coarta desde la potencia de los dones que emanan de su esencia, cualquier posibilidad deliberada de acción.
De más estaría decir que el fatalismo que se deduce de esta afirmación no sólo inhibe de plano cualquier posibilidad agencial de los sujetos sobre la sociedad en su materialidad sino que instala el pesimismo de un discurso que se posiciona en la lógica de las puertas cerradas, de una crítica que desde antes de nacer ya muere, por su propia inoperancia.
La técnica acompaña a los hombres desde los orígenes de su existencia. Su ser humano lo enfrenta con la necesidad de sobrevivir a un entorno que lo pone a prueba y lo “obliga” a construir un “hacer técnico”. Es la repetición sistemática de prácticas que se perfeccionan lo que da origen a las técnicas, cualquiera sea su esencia. Cazar para comer demanda de una técnica que dialécticamente se superó en su historia bajo la demanda de lo exterior y el permanente faro de la eficacia. Las técnicas son en su historia el devenir permanente de la lucha por la economía de la acción humana, con la particularidad –al igual de todas las prácticas- de que serán los hombres los que las carguen de sentidos, tanto de forma explícita como solapadamente, produciendo y reproduciendo lo que esos hombres que las manipulan propongan y dispongan.
Culpar a la técnica de la desigualdad, de la reproducción y de cuantos males que se nos ocurra es tan básico como culpar al fuego por el hacer del piro maníaco. Culpar a la técnica de los males de la sociedad es no sólo asignar inmanencia a la práctica sino desconocer su génesis humana a la vez que coartar a los sujetos de la posibilidad de modificar lo que esa práctica produce y reproduce, posibilidad siempre latente por el simple hecho de que, en tanto objeto humanamente construido, sólo los sujetos serán capaces de transformarla.
Para el caso de la modernidad, es real que el positivismo se ocupó por el perfeccionamiento de las técnicas de producción al servicio de la producción, desde el primer capitalismo inglés, denuncia que ya firmaba Habermas en su crítica a los intereses técnicos. El perfeccionamiento técnico habilitó al desarrollo de los procesos orientados a la búsqueda de la plusvalía relativa en la medida en que la plusvalía absoluta perdía terreno por los derechos emanados de la lucha de los trabajadores. El trabajador que perfeccionaba sus técnicas producía mayor volumen de ganancias y la técnica adquirió notoria centralidad en el desarrollo del capitalismo al servicio de la reproducción de la desigualdad.
En ese recorrido, las prácticas de la cultura del movimiento, el tiempo libre no productivo, en su carácter superestructural y desde sus relaciones de dependencia con la estructura productiva, se configuró como representación de un modelo que, en su espejo, configuraba formas y sentidos.
El deporte y la gimnasia, con sus técnicas, operaron como aparatos de reproducción y así fueron etiquetados, objetos de manipulación de una sociedad burguesa que, en la configuración de su cultura promovía los sentidos de la hegemonía de las derechas occidentales.
Pero, como decía Jameson, si la desigualdad radica en la explotación como elemento central, la búsqueda por la igualdad debería plantearse desde la transformación del modelo productivo en su base estructural; si, por el contrario, la centralidad se ubica en las relaciones de poder, la búsqueda pasaría por la desestabilización de esas estructuras de poder. La salida que propone el materialismo histórico será por tanto un nuevo modelo productivo sin explotados ni explotadores, una estructura que reordene la propiedad privada sobre los medios de producción limitando, en cualquier caso, la necesidad de vender(se) como fuerza productiva. Por otra parte, a primera vista, el post-estucturalismo no parece ofrecer más soluciones que la anarquía absoluta, detonado cualquier elemento de reproducción de poder bajo un futuro ilusorio en que ese (des)gobierno de las libertades individuales se acomodaría sólo, progresivamente, en la órbita de relaciones igualitarias de poder.
Desde esas dos miradas, para el materialismo histórico, los objetos burgueses asociados a la reproducción son el reflejo de las relaciones productivas, reflejo que desde las posibilidades de reflejar que a su vez posee, habilita procesos permanentes de superación. Esa dialéctica material abre las puertas a la transformación que deberá, en cualquier caso, responder a los intereses agenciales de los sujetos que configuran el todo social, aquellos que construyen su materialidad.
Desde la perspectiva post-estructuralista, la solución es reventar para volver a crear, desaparecer de una vez por todas cualquier vestigio de cultura burguesa por su potencial inmanente para someter sujetos devenidos en cuerpos… Y en esa línea caen el deporte y la gimnasia, por el simple hecho de que su “ser reflejo de la cultura hegemónica”, los pone al nivel del diablo, arrastrando con ello sus técnicas que, como representación de lo que la técnica será en el capitalismo neoliberal en su asociación con la explotación, deberían desaparecer.
Demonizar las técnicas en el deporte y en la gimnasia responde a una mirada sobre un objeto que, cosificado, parece haber resignado su movimiento a las leyes estáticas de un capitalismo inamovible, de una sociedad en recesión, una sociedad que, muerta, congela su movimiento permanente y se somete a los antojos de una estructura que es, ante todo, estructurante.
A su vez, la crítica a la técnica representa una lectura miope de la realidad que cercena la totalidad y que, anclada en lecturas de radicalismo biopolítico, no trasciende la dimensión del sujeto, de un sujeto que se lee como cuerpo desde un pretendido monismo mucho más próximo a perspectivas ontológicas, idealistas, de corte burgués, que a cualquier mirada crítica con intereses transformadores.
Las técnicas son y serán patrimonio de la humanidad. Su reproducción es y será siempre necesaria en la medida en que la búsqueda por la democratización se ocupe, antes que nada, de que todos los objetos culturales sean de todos, en igualdad de condiciones. El movimiento permanente de esos objetos prácticos habilitará, desde la participación colectiva, el uso de las técnicas al servicio de todos y de todo, siendo objeto de transformación en la medida en que la reproducción que necesariamente antecede la transformación, habilite la dialéctica superadora.
Las técnicas no son ni buenas ni malas en sí, sino que son y serán siempre lo que los sujetos hagan de ellas y con ellas, explícitamente o de forma encubierta. Desentrañar lo que la técnica reproduce es parte de un proceso dialéctico que, desde la crítica inmanente, busca las contradicciones del objeto al interior del propio objeto.
Matar a las técnicas mata al deporte y a la gimnasia, los que no son sin ellas, porque ellas configuran su esencia que -y esto sí es cierto- demanda de procesos particulares de atención. Matar la técnica es matar al mensajero, es el delirio de la bestia herida que no encuentra el enemigo y dispara, ciega, hacia donde se le ocurre disparar, por los límites que su propia mirada le imprime.