Desde hace diez días he formado parte de lo que fue la edición N°54 del Festival de Nuevo Cine en Montreal. El (FNC) es un festival anual de cine que se celebra en Montréal, Québec (Canadá). Es uno de los festivales de cine más antiguos de Canadá, y presenta una programación muy variada que incluye largometrajes, cortometrajes, nuevas tecnologías, cine para niños, etc. Su foco es el “nuevo” cine, no solo en cuanto a nuevos creadores, sino también nuevas formas, nuevas tecnologías, voces emergentes.
En esta edición tuve el privilegio de formar parte del Jurado FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) y precisamente en los festejos de su centenario. Ser parte de este jurado, junto a colegas internacionales, fue una experiencia profundamente enriquecedora y un motivo de gran orgullo profesional.
Estar en un festival de cine y formar parte de un jurado implica el compromiso de ver una larga lista de películas que un programador seleccionó para que nosotros elijamos la ganadora. En este tipo de tareas siempre se descubren verdaderas joyas. El proceso de elección puede ser agotador, sobre todo por la cantidad de películas incluidas en la lista. Después de ver tres películas en un solo día, al cerebro le cuesta volver al mundo real. Sin embargo, la experiencia vale la pena desde todo punto de vista: no solo por las películas en sí, sino también por la oportunidad de conocer nuevos lugares, personas, costumbres y culturas. y sobre todo, por el intercambio de opiniones: detrás de cada película hay un universo, el de quienes la hacen posible y el del espectador que la recibe con sus gustos, experiencias, recuerdos y emociones. Por eso, cada persona puede percibir una película diferente frente a la misma historia, y lo más enriquecedor es no quedarse solo con la propia opinión, sino hablar, discutir (en el buen sentido de la palabra), escuchar al otro. Siempre se descubren cosas interesantes en el diálogo.
En este festival me tocó ver una lista de dieciséis películas. De ellas, puedo decir que tengo cinco favoritas. Curiosamente, todas abordan de algún modo la niñez o la adolescencia: etapas de descubrimiento que, en estos casos, no son precisamente felices.

El diablo fuma y (guarda las cabezas de los cerillos apagados en la misma caja) es una película mexicana dirigida por Ernesto Martínez Bucio, a partir de un guion escrito junto a Karen Plata. Podría decirse que es una película de terror, pero no del tipo que asociamos al género, con demonios, fantasmas o asesinos. Este film explora un terror más real y doloroso: el de la desprotección, especialmente en un momento tan vulnerable como la infancia.
Es el terror de lo cotidiano, de las heridas invisibles que deja la vida. La historia aborda con sutileza temas como la esquizofrenia y la depresión: problemas de adultos que repercuten en la vida de los niños. Niños que aprenden demasiado pronto a cuidarse a sí mismos, a sus hermanos, e incluso a los adultos que los rodean. Curiosamente, el diablo no aparece como una figura terrorífica, sino como el único capaz de ofrecer una solución a esa familia. Ambientada en los años noventa, entre la visita del Papa Juan Pablo II a Latinoamérica y la pandemia del cólera, la película (sin una estructura lineal ni un protagonista definido) ofrece fragmentos desde la mirada de los cinco hermanos confinados en la casa de su abuela, esperando el regreso de sus padres. La madre los dejó (como ya había hecho en otras oportunidades) y su padre fue a buscarla. El espectador completa el rompecabezas con sus propias experiencias de infancia: el miedo al abandono, la impotencia ante la tristeza, la necesidad de pedir ayuda a una fuerza mayor, ya sea al Papa o al mismísimo diablo. Esta película obtuvo el premio a la Mejor Ópera Prima en la 75ª edición del Festival Internacional de Cine de Berlín, fue la ganadora del 54° Festival de Nuevo Cine de Montreal elegida por el Jurado FIPRESCI y ganó como Mejor Guion en el Festival Internacional de Cine de Morelia en la categoría de largometraje mexicano de ficción.
Lucía, de 16 años, se une al coro escolar católico y entabla una intensa amistad con Ana-Maria. Durante un retiro conventual, su atracción por un obrero pone en tensión su fe, su amistad y su forma de entender el mundo. Little Trouble Girls es un drama esloveno coescrito junto a Maria Bohr y dirigido por Urška Djukić en su debut como directora. La historia se mueve entre lo angelical y lo terrenal: las voces puras del coro, envueltas en una atmósfera de inocencia, contrastan con los pensamientos, deseos y contradicciones que hierven en el interior de las chicas. Es una historia sobre la etapa más frágil y confusa de la vida, la adolescencia, donde todo parece definitivo, donde cada emoción se vive como si fuera el fin del mundo. Las culpas pesan más que nunca, y los miedos parecen inquebrantables. Djukić logra capturar esa sensación de estar suspendido entre lo sagrado y lo prohibido: el descubrimiento de la sexualidad como algo que se oculta, que se teme, que se siente como un pecado. Pero también como algo inevitable, vital. A través de su delicadeza visual y la contención de sus personajes, la directora logra que el conflicto entre la pureza y el deseo se vuelva casi tangible, dejando en el aire la sensación de que crecer es, en parte, aprender a convivir con esa culpa y con ese deseo que nos habitan al mismo tiempo.

Blue Heron es una película dramática canadiense-húngara dirigida por Sophy Romvari. Desde su estreno en el 78° Locarno Film Festival, se la ha comparado con Aftersun de Charlotte Wells, y la verdad es que la película tiene el mismo espíritu. Sin embargo parecido nunca es lo mismo y esta historia tiene su propia alma y será otra de las que dejan su granito de arena en nosotros. En este proyecto, la directora también se basa en su experiencia personal y la cuenta desde la perspectiva de su niñez. Y es que, muchas veces, cuando pensamos en momentos de nuestra infancia, no tenemos recuerdos nítidos, sino sensaciones: un olor, una voz, una luz. El mundo de los adultos suele escapársenos, porque, con la intención de protegernos, nos dejan afuera de los problemas familiares.
Romvari recuerda a su medio hermano desde esa distancia: en sus memorias, él a veces era dulce, otras veces un problema, pero sobre todo una presencia cargada de tensiones. Con esta película intenta reconstruir esa imagen, entender qué le pasaba, por qué siempre generaba conflictos y qué lo llevó, tiempo después, a suicidarse. Sin embargo, nunca lo hace de forma explícita, porque estas memorias también duelen, no solo en ella sino a toda su familia (a su madre, a sus otros hermanos).
La película muestra cómo, muchas veces, quienes rodean a una persona que sufre no tienen las herramientas necesarias para enfrentar la situación y todo se les escapa de las manos. Desde ese lugar íntimo, Romvari combina la ficción con elementos del documental para construir una obra profundamente emocional, donde lo que se recuerda no es tanto lo que pasó, sino lo que se sintió. Y en ese intento de mirar hacia atrás, la directora convierte su dolor en una forma de comprensión.


Después de ver todas las películas y reflexionar sobre ellas , me sorprendió que todas las historias que me conmovieron y me gustaron tienen puntos en común. Me quedó la sensación de que, más allá de sus diferencias, todas hablaban de lo mismo: de la infancia y la adolescencia como un territorio de incertidumbre, donde el mundo todavía no está del todo formado y las emociones se viven sin filtros. Historias donde los adultos no siempre están presentes o no saben cómo estar, y los niños o adolescentes deben aprender a sostenerse solos. No hay idealización en estas películas, no hay nostalgia, sino una mirada muy honesta sobre lo que significa crecer: perder, adaptarse, intentar comprender.
Quizás por eso me conmovieron tanto. Porque, en distintos contextos y lenguajes, todas tocan ese punto frágil donde empezamos a entender que el mundo puede ser cruel, pero también luminoso. Que hay belleza incluso en lo que duele. Ver cine en un festival, sobre todo en la tarea de jurado, puede ser agotador, pero cuando aparecen películas así, que dejan una marca y te hacen pensar más allá de la proyección, una recuerda por qué ama tanto este oficio: porque cada historia nos permite mirar el mundo desde otra perspectiva, y también mirarnos un poco a nosotros mismos. Y me reafirma el pensamiento de que cada película encuentra a quienes puede tocar, a quienes pueden recibirla de manera profunda. Lo que conmueve a uno puede dejar a otro indiferente; lo que para alguien es revelador, para otro puede pasar desapercibido.
Quizás por eso estas películas me hablaron tanto: porque sus historias encontraron un eco en mí, en mis recuerdos, en mis emociones. Y eso es lo que hace que el cine sea único: que cada experiencia sea personal y, al mismo tiempo, universal. Verlas me reafirma que crecer, aprender, sentir y comprender siempre será distinto para cada uno, y que el cine tiene la magia de mostrarlo.