Los cambios en la gestión del gobierno nacional han puesto de manifiesto la necesidad de reflexionar sobre algunas cuestiones que, si bien parecían latentes, no terminaban de emerger. Una de ellas es la tan comentada transformación educativa, instalada por el gobierno de coalición verticalmente, por imposición, sin la participación real de los colectivos docentes. Quienes la defienden podrán decir que, en efecto, los docentes participaron. No obstante, quienes leemos el dorso de la moneda sabemos claramente que, aquellos que lo hicieron, son los que manifestaron su adhesión al grupo de gobierno o quienes pactaron con Mefistófeles poniendo a disposición sus almas.
Hoy, aunque los futuros dirigentes de la educación son consultados de forma sistemática sobre la continuidad o no de este funesto experimento, lo cierto es que el debate no ha presentado la seriedad que debería así como tampoco se han escuchado respuestas profundas que aporten a la comprensión del fenómeno y que nos ayuden a inferir futuras acciones de parte del gobierno entrante.
La cuestión curricular es, tal vez, la primera que debería ponerse sobre la mesa. Está claro que es difícil profundizar en este tema cuando se trata de dialogar con la prensa, y mucho más aún cuando la mayoría de los periodistas –muchos de ellos con la mejor disposición posible, ya que una cosa no quita la otra—no son ni serán conocedores de los conceptos básicos que deberían manejarse al respecto de la teoría curricular.
Por tanto, y sin caer en oscurantismos teóricos, intentaremos ir lo más lejos posible que podamos en la construcción de los conceptos para, de este forma, llegar a un lugar de encuentro entre lo que creemos que debería ser y lo que observamos que estaría siendo la educación en nuestro país agregando, además, alguna pista asociada con aquello que entendemos medular para comenzar a construir un camino diferente para un país que, entendemos, se lo merece.
El concepto de curriculum siempre refiere a trayectorias. No en vano el curriculum escolar y el curriculum vitae responden a una génesis común. Tanto como el último refiere a la trayectoria laboral de un determinado sujeto, el primero supone su historia escolar, la totalidad de lo vivido en un marco institucional que, de una forma u otra, ha construido un proyecto educativo pensando en el futuro de los noveles ciudadanos.
Por otra parte, como la educación siempre se ha tratado de legados desde que los griegos así la pensaron y la práctica nació por necesidad, transmitir a las nuevas generaciones aquello que ha garantizado la supervivencia y el desarrollo de una sociedad, es una cuestión de orden. No hay forma de que una sociedad sobreviva si no reproduce su cultura, y para ello cuenta con la educación como su más valiosa herramienta.
Dicho esto, está claro que la educación no solamente trata de pasados sino también de futuros, de aquello que se proyecta para las jóvenes generaciones de un país en virtud de lo que las dinámicas históricas evidencian. También parecería claro que siempre las proyecciones son hipotéticas. No hay, en modo alguno, garantías para aquello que un colectivo supone será útil a futuro. Más aún considerando la celeridad con que los cambios se suceden hoy en día y la magnitud de esos cambios. Contamos aquí con un primer elemento a analizar: cuando nos digan que el mundo cambia muy rápido y que la educación debe cambiar radicalmente en virtud de esos cambios, es necesario desconfiar de tal afirmación. Los discursos sobre competencias blandas y el tan promocionado aprender para desaprender son, desde su condición estructurante, siempre mentirosos.
Como decíamos, no hay forma de que un proyecto educativo no sea hipotético, porque no hay forma de anticiparse al futuro que no sea la proyección estadística que parte del análisis histórico. Saber lo que sucedió y cómo sucedió es la única herramienta con la que contamos para proyectar la educación. Encontramos aquí un segundo problema: ¿a qué intereses responden quienes recortan de la historia los elementos que consideran más significativos para construir las políticas educativas? Hay aquí siempre un proceso arbitrario en el cual deberían preservarse los intereses comunes, los del pueblo, de forma de que el pensamiento sesgado de los grupos de poder no dibuje la historia a su imagen y semejanza proyectando sus propios proyectos educativos, esos que los mantendrían por siempre en su lugar de privilegio.
Volviendo sobre el curriculum, deberíamos decir que la dinámica inevitable de los conceptos nos pone ante la necesidad de establecer algunas precisiones. El siglo XX fue testigo de las grandes transformaciones curriculares. En principio, este no fue más que un contenedor de contenidos, un texto que oficiaba de dogma y que no deparaba ningún esfuerzo de parte de sus aplicadores. Prescripción y práctica deberían manifestarse como dos expresiones casi que miméticas y, por tanto, el mejor docente era siempre el que mejor reproducía lo que decían los documentos curriculares, los que no toleraban interpretación alguna.
En la década del setenta, especialmente, la concepción sobre al curriculum y su aplicación experimentó un marcado giro cuando cobraron fuerza los primeros enfoques interpretativos. Desde ahí, quedó en claro que el curriculum es mucho más que lo que el papel dice, dejando en claro que ese papel debería siempre someterse a la interpretación de los colectivos escolares los cuales conocen el tiempo y el espacio porque los atraviesa, algo que nunca les sucederá a los documentos porque, desde su nacimiento, ya se saben obsoletos. Es decir que, desde este punto, el curriculum es la totalidad de aquello que de alguna forma se configura como vivencia del estudiante en su trayectoria e involucra tanto lo que prescriben los documentos como el hacer diario, además de la micropolítica que se construye en las aulas en el día a día. Eso, que es objeto para la construcción del sujeto, es además aquello que no es, porque también construye subjetividades lo que queda por fuera, lo que se decide excluir del contexto de la educación formal.
Más allá de lo anterior y del giro que supone el marco interpretativo en virtud de que los sujetos dejan de ser objetos y se someten a su historicidad, es preciso tener claro que cualquier análisis interpretativo no es, ni por asomo, transformador. La interpretación se propone lograr la adaptación de los sujetos a los contextos particulares trascendiendo la arbitrariedad del tecnocentrismo, es decir de la cabeza pensante que unifica criterios sin considerar los espacios y su tiempo. En modo alguno el docente interpretativo se propone la transformación social a partir de la formación de sujetos críticos que proyecten su intervención sobre el mundo desde la comprensión de una realidad injusta.
Considerando esto hubo quienes, no convencidos con las nuevas propuestas, plantearon la necesidad de pensar en la construcción de una teoría curricular que trascendiera las teorías de la reproducción. Dichos autores partían de la idea de que cualquier práctica, por más anclada en su contexto que estuviese, no contemplaba la condición injusta de las sociedades de la época. Dicho de otro modo: interpretar el curriculum prescrito para aplicarlo a la especificidad del contexto no supone en modo alguno facilitar a los estudiantes herramientas para transformar ese mundo que habitan. El pobre seguirá siendo pobre y el rico seguirá siendo rico ya que ninguno de ellos será capaz de interpelar su condición.
Con la aparición de los nuevos enfoques de la teoría curricular, los que se propusieron avanzar en la teoría social crítica apoyados en los postulados de la Escuela de Franfkfurt, cobró especial notoriedad la necesidad de interpelar los elementos curriculares subyacentes, aquellos que no se analizaban por manifestarse ocultos pero que sostenían la totalidad de la estructura educativa.
La razón para promover ese análisis partía de unos discusión que la propia Escuela de Frankfurt venía trayendo en el plano epistemológico. Los filósofos alemanes ponían de manifiesto la necesidad de analizar los intereses que subyacen a la producción del conocimiento desde una perspectiva social. Se trataba de proyectar los conocimientos que la ciencia producía en virtud de lo que podían generar para el desarrollo social considerando, ante todo, si esa búsqueda se planteaba como horizonte la justicia social o si, por el contrario, aportaba a la reproducción de las injusticias de clase tan arraigadas en las sociedades capitalistas.
Los teóricos críticos del curriculum se plantearon un análisis profundo de los intereses que subyacen a los diseños curriculares y a su eventual desarrollo considerando, ante todo, la forma en que se proyectan sobre los sujetos y, por tanto, sobre el mundo que construye a esos sujetos y que ellos podrían -o no- llegar a construir. De tratarse de diseños reproductivistas, quienes transiten por el sistema educativo no estarán preparados más que para adaptarse al mundo en el que viven, ya que su dispositivo de lectura de lectura será siempre insuficente para ver más allá de lo evidente. No hay forma de que un diseño curricular que no aporte herramientas críticas aporte a la transformación social porque su interés no es ni será, jamás, transformador.
En el contexto uruguayo actual, esto a lo que referíamos es la primera discusión que nos debemos. No obstante, aún no la han planteado ni las autoridades salientes ni las autoridades entrantes. Por el contrario, lo que se observa, es un dicurso cauto y tibio que no arriesga y que, a primera vista, parecería la expresión de la falta de profundidad de la totalidad de aquellos actores que hasta el momento se han expresado. Estos, lejos están de mostrarse como idóneos en el tema y parecen esconder su falta de idoneidad desde una supuesta adaptación al auditorio, subestimando la capacidad de quienes efectivamente se dedican al estudio profundo del curriculum y de la educación y que parecerían quedar siempre relegados a los compromisos partidarios.
En ese contexto, nunca acaba por escucharse lo que debería escucharse y las discusiones educativas decantan en la defensa acérrima de los modelos neoliberales versus los fundamentalismos anticompetenciales, los que no aterrizan jamás en el fondo de la cuestión. El problema no son las competencias en sí mismas, ni siquiera su génesis y el universo en el que nacen. El problema es que el abandono progresivo de la enseñanza de ciertos saberes recorta el pensamiento de los estudiantes, coartando de esa forma su comprensión sobre el mundo. El problema es que estos modelos educativos preparan al pobre para seguir siendo pobre mientras que se proponen envalentonarlo, haciéndolo cargo de sus problemas a la vez que le sacan el lazo al Estado. El problema es, también, que dentro de unos años, tendremos una generación que estará realmente convencida de que el pobre es pobre porque quiere y los docentes mutarán progresivamente hacia las formas de un coaching emocional capaz de transformar cualquier problema epistémico en un problema emocional y de voluntades.
En virtud de lo anterior, es necesario desenmascarar también las mentiras encubiertas que esconden los diseños que propone la nueva transformación educativa. Tal vez el más llamativo de ellos es la aparición de una llamada competencia crítica que lejos está de aquello que los teóricos críticos plantean. La llamada competencia crítica no es más que la comprensión a modo de interpretación de los fenómenos complejos pero con la previsión de la amputación previa de su pata política. Los discursos de la educación neutra han desfigurado la crítica, apoyándose en su polisemia y convirtiéndola en poco más que aquello a lo que podríamos referir como procesos cognitivos de orden superior.
Otro punto medular al que tampoco se han referido los actores políticos con demasiada profundidad es el del lugar que deberían ocupar los docentes en un proceso de transformación curricular. Si bien es un tema que se maneja, los dicursos siguen siendo tibios respecto de cómo debería ser esa participación tanto como de la necesidad de formar para participar. Está claro que los docentes deben participar desde abajo. No se admiten segundas opiniones al respecto. El problema es que el colectivo docente es parte del proceso de degradación al que se han sometido las prácticas de enseñanza llegando, en ocasiones, a percibirse como un mero aplicador de cosas que ya vienen preestablecidas y que no parecerían demandar siquiera de reflexión.
Es necesario, en este punto, referir al hecho de que la docencia se ha transformado progresivamente en un trabajo abstracto: los docentes se se han resignado progresivamente a hacer su tarea sin plantearse para qué la hacen y qué sociedad proyectan a partir de sus acciones. Tanto se ha insistido con el qué y con el cómo, que se ha olvidado el por qué y el para qué. El por qué responde a una condición histórica y el por qué es estrictamente una cuestión política. Y esta es otra discusión curricular que deberíamos darnos. No alcanza con discutir sobre qué poner en el curriculum y cómo hacer para que los niños aprendan. Es necesario, antes que eso, discutir qué sujetos proyectamos y para qué sociedad lo hacemos considerando, ante todo, los intereses que subyacen a cualquier tipo de diseño curricular.
El núcleo neoliberal de la transformación que transitamos se embandera en el postulado romántico del niño en el centro, niño que nunca acaba por describirse pero que, de hacerlo, se manifestaría como expresión especialmente problemática. Deberíamos decir que se trata de un niño enajenado, es decir ajeno al mundo en el cual habita y a sus objetos, que naturaliza la desigualdad y que se cree artífice de su propio destino, a la vez que se prepara para salvarse a sí mismo cuando su ignorancia no le permite ver que no existen más que en los cuentos fantásticos las salvaciones individuales, y que no hay forma de pensarse sujetos por fuera del mundo que habitamos y que nos habita, sin construir proyectos colectivos.
En definitiva, un análisis como este, desesperanzador y negativo en principio, podría analizarse por oposición. Si, como decíamos, se trata de comprender el fondo de la cuestión mucho antes que sus formas, deberíamos empezar por ahí. Esto, considerando como decíamos la participación de los docentes la cual debería, en cualquier coso, ser precedida de su necesaria formación. Es descuido mayor, y no de este último período, ha sido la formación crítica de los docentes, aún en los tiempos en que se contaba con diseńos curriculares que respondían a intereses emancipatorios. La preocupación por el cómo y el abandono del por qué y el para qué, la reducción de la didáctica a su manifestación explícita y el descuido voluntario de la raíz pedagógica son, por tanto, los primeros problemas que deberíamos atacar.
Porque no se trata de participar sino de contar a su vez con las herramientas para hacerlo. No se puede hacerlo desde la incomprensión del fenómeno educativo como parte de una totalidad a la cual responde. La educación no es ni por asomo una práctica aislada del contexto político global y es poco menos que ridículo hacer abstracción de ella para entenderla. Sería por tanto impensable creer que hoy podríamos despojarnos de los compromisos que el país ha asumido con los organismos internacionales pero, no obstante, es necesario pensar en el núcleo moral que estamos instalando mediante la aceptación inocente de las falsas transformaciones. Porque le puede pasar a un abogado que se asume educador, pero jamás podría pasarle a un educador formado para ello, y es por eso necesario recuperar nuevamente los procesos de praxis como acción transformadora.
En principio, el llamado es a formar a los docentes para la comprensión del fenómeno educativo, la que deberá superar las discusiones sobre el qué enseñar avanzando a los niveles del por qué y para qué hacerlo. Generar los espacios de formación político-pedagógica es tan necesario como generar la participación de los docentes, aquellos que vienen atravesados de cinco años de discursos huecos donde la solución al problema parece ser instalación de metodologías activas o de cuanta manifestación vistosa se les ocurra, para transformar las instituciones en espacios mucho más de disfrute que de enseñanza, manotazo de ahogado para mantener en el sistema a los estudiantes de enseñanza media y engordar falsas estadísticas, aunque poco le importa al propio sistema si saben algo o para qué los saben en su vínculo con el mundo.
Un punto más a considerar. Las teorías del capital humano proponen asignar valor a sujetos-objetos a partir de lo que pueden aportar al mercado. Esta lógica utilitaria subyace a las nuevas modas y las atraviesa en su totalidad. Debería preocuparnos esta suerte de sujetos numerados, fácilmente reemplazables como engranajes de una maquinaria que no necesita que piensen y que, además, se alegra de que no lo hagan. Este punto demanda, como cualquier práctica, de una reflexión profunda de parte de nosotros, los educadores. ¿Realmente deberíamos entregar al mundo ese tipo de niños los cuales, además, repetimos como loros que deberían ser el centro?
Enero de 2025