Son tiempos muy particulares para el mundo occidental, sobre todo en un contexto que da nuevo impulso a las derechas políticas.
El fenómeno, tan significativo como preocupante, va extendiéndose en distintos rincones del planeta, justo en momentos que avivan la violencia de hace un siglo, cuando los totalitarismos de países como Alemania e Italia llevaron al extremo sus ideologías, siendo parte decisiva para el desenlace de las guerras mundiales.
Un siglo después, el panorama es distinto pero mantiene intactos algunos fundamentalismos.
En América Latina, la memoria en relacióna las dictaduras de las décadas de 1960 y 1970, atraviesan una etapa de negacionismo por algunos gobiernos recientes.
Por eso, que expresiones estéticas como el cine se encarguen de narrar la historia, visibilizarla y poner en valor ciertos mensajes, logra ser un acto de reparación ante un clima de época que recrudece, al menos desde sus discursos.
Aún estoy aquí, candidata al Premio Óscar a la Mejor Película Extranjera en la próxima gala cinematográfica de la Academia, es la última realización del director Walter Moreira Salles Junior (Río de Janeiro, 1956).
Ambientada en 1971, pero con una secuencia temporal que hace anclaje en 1996 y llega hasta 2014, trata sobre sucesos de la última dictadura militar en Brasil, que tuvo lugar entre 1964 y 1985.
En ese contexto, el diputado nacional -ya retirado de sus funciones- Rubens Paiva vive con su esposa Eunice y sus tres hijos en un ambiente agradable, con muchos momentos de familia junto al mar y el patio de la casa, que muestran la sencillez y cotidianeidad de los afectos.
Tanto el protagonista como la mujer son concientes de que el gobierno militar ha tomado el poder en su país, con lo cual viven con una preocupación solapada cada instante en que las fuerzas armadas irrumpen en la escena pública.
Cierta mañana, un grupo de tareas se acerca a la vivienda para llevarse a Paiva. La excusa es que debe prestar declaración, pero no se dan precisiones al respecto.
Desde entonces, la familia vive con enorme angustia esa ausencia; incluso, es secuestrada. A Eunice la presionen para que delate a gente cercana porque según la vigilancia y el control, las autoridades saben que en su hogar hacen reuniones con amistades, muchas de las cuales están en la mira de los altos mandos.
Luego de ser librados, cada integtante del grupo familiar se reencuentra y toman sus debidas precauciones.
En todo momento, Eunice es una mujer íntegra y con fortaleza para que sus hijos no pierdan el derecho de vivir con sueños y alegrías. Paulatinamente, mientras aquellos infantes van creciendo, toman dimensión de una desaparición forzada que se prolonga en el tiempo.
Las circunstancias llevan a que la familia se mude a San Pablo. Allí, Eunice se dedica a seguir una carrera vinculada a los derechos humanos, siendo una activista reconocida que lucha no sólo por la memoria de su esposo sino también por los pueblos originarios.
Lo interesante de la película es que no incurre en exageraciones emotivas. Apela a un relato oficial escrito en 2015 por Marcelo, uno de los hijos de la pareja.
A diez años de aquella biografía, Salles rescata la esencia de las víctimas de la dictadura.
Como dice Eunice, no solamente padecen las personas desaparecidas, sino también sus seres queridos, que están toda la vida atravesando un daño psicológico que causa estragos por no tener certezas del paradero de quien es llevado por la fuerza.
No sólo las actuaciones son sólidas y elocuentes, sino también la narrativa que hace saltos temporales hasta atravesar alrededor de medio siglo.
Se pone en evidencia que, independientemente de las épocas, hacer memoria debe ser un acto de todos los días, porque lo que está en juego es la dignidad de todas las personas involucradas.
Queda claro que, ante la brutalidad de los acontecimientos, tampoco deben hacerse desaparecer los hechos.