“(…) ¿Qué es esto? (…) ¡Un frasco en la mano del que yo amaba tanto, de mi fiel amigo! Lo comprendo: el veneno ha acabado con su vida (…) ¡Todo se lo ha bebido, el avaro! … ¡No me ha dejado nada, ni una gota siquiera, para ir a reunirme con él (…) ¡Déjame besar tus labios, a ver si encuentro en ellos un poco de este veneno! ¡Si lo hay, lo recogeré y moriré dichosa! (…)”
El País; Colección de oro del Estudiante; p.104; s/a
Este es el caso de “Romeo y Julieta”, una historia que en la literatura universal es catalogada desde el amor, pero que también es un ejemplo de drama y tragedia. Aquí no se realiza un análisis sobre la obra en sí misma, aunque su utilidad radica en la ejemplificación del amor como una cuestión de sacrificio, siempre mediada en función de un otro.
Lo que sucede es que, el amor como categoría de análisis ha sido estudiada en diversas áreas del conocimiento, en una suerte de darle explicación racional a algo que comúnmente se lo conoce perteneciente al plano afectivo.
Ahora bien. ¿Qué implica encontrar a alguien? ¿Cuál es la búsqueda? Se suele pensar en una serie de requisitos que las personas deben cumplir para estar dentro de posibles candidatas a un amor, queriendo ser deseados y por supuesto deseantes. Estas últimas cuestiones han sufrido modificaciones en su concepción a lo largo de la historia por distintas variables, sobre todo relacionadas al género y sobre vínculos sexo afectivos en general.
El amor en estos términos, siempre va a implicar una profunda frustración. En este sentido, si nos disponemos a “encontrar” una relación sexo afectiva, tendemos a generar ciertas expectativas, porque crecemos con el ideal de mitos como el de la media naranja o el príncipe azul. Lo cierto es que cuando colocamos en un otro nuestras expectativas de cómo queremos que esa persona sea y actúe, automáticamente lo estamos condenando a que nos decepcione. Sería más emocionante y quizás hasta prometedor, un encuentro amoroso con otro distinto. No alguien que me complemente, ya que si partimos desde ahí anulamos lo emancipatorio de lo personal, nos auto percibimos fracción.
Si se trata de un otro -como sujeto de derecho y entendido como categoría- se trata de una historia personal que no es la nuestra, de una construcción y experiencias que no son las nuestras, por más que quizás ese otro se haya desarrollado en contextos sociales similares a los nuestros; por tanto, no alcanzaremos nunca a sentirnos en plenitud -que es algo muy mencionado en la búsqueda, la plenitud- sino que nos encontraremos en una eterna espera de lo que alguna vez nos hicieron creer que sucedería, y por supuesto allí se instala la culpa como condena social, en donde el fracaso es medido en términos individuales por no alcanzar lo socialmente esperado y establecido: un amor estable y para siempre. Spoiler: no existe.
Es que si en la sociología se sobreentiende que lo único permanente es el cambio, y que independientemente de la corriente de pensamiento y paradigma estamos siempre ante eventuales cambios, ¿cómo vamos a pretender una estabilidad en el movimiento constante que supone el amor? Somos capaces de aprehender el para siempre. Si además de tener que buscar y encontrar un amor estable, le sumamos la carga de que sea para toda la vida, estamos en problemas.
Romeo y Julieta es la patentización de que el único amor verdadero es el amor imposible. Como en las telenovelas, tamaña intensidad de amor es tan verdadera que solo puede ser no siendo, o sea, o bien siendo telenovela o bien muriendo. Y peor, muriendo absurdamente. La intensidad te suprime evidentemente algunas neuronas: con un poco menos ambos se hubieran dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero además de la interferencia en el buen funcionamiento del entendimiento racional, el problema es que se nos predispone un ideal de amor absoluto frente al cual todo vínculo se nos evidencia en falta, fallando. El amor absoluto siempre es trágico, pero enquista ese absolutismo como naturaleza verdadera del amor. Y de ese modo caemos en un dispositivo paradójico: solo nos queda idolatrar al amor mirándolo por televisión. De nuevo: hay amor, pero no es para nosotros. Lo importante es ese no es para nosotros que tiñe todos los vínculos de una carencia constitutiva. De última, es mejor seguir anhelando el amor, mirarlo por la pantalla. Total el precio de alcanzarlo es la muerte (…) (Sztajnszrajber.D; 2019; p.26)
No se trata de caer en un pesimismo absurdo. Claro que enamorarse, tener un encuentro estable en el tiempo es posible, no así la idea de que esto que en un primer momento parece idílico, prevalezca. Más allá de la cultura incluso, que es la forma a través de la que se nos inculca una forma de amor y una forma de amar. ¿No es eso lo que justamente está en constante deconstrucción, en constante transformación? De esta forma es que vamos no solo a idealizar nuestras relaciones y con quienes las construímos, sino que lo que resulta peor, vamos a consumir la industria cultural y los medios idealizando otros amores, de personas públicas. Cantantes, futbolistas, actores, comediantes, periodistas, personas del espectáculo siempre van a ser objeto de observación y admiración no sólo por su alcance y su profesión, sino por lo que nos muestran de su vida personal. Esa idealización no hace más que depositar inseguridad en quien lo recibe. Si bien es cierto que en los últimos tiempos se plantea el no forzamiento de los vínculos, la fluidez como el motor sano de las relaciones, caemos en una trampa inmensa al creer que el que se queda toda una vida al lado de la misma persona, es feliz. De hecho, la costumbre es también cultura, y volvemos a la lógica de un inicio. Es ella la que está en constante movimiento.
La deconstrucción. Un término casi que anómalo en la actualidad. Pone en jaque todas aquellas construcciones que se sostuvieron en el tiempo, se torna amenazante porque desestabiliza, genera incertidumbre, angustia. Claro está que en los aspectos más conservadores la deconstrucción es vista no sólo como todo ello, sino que se la intenta demonizar impartiendo un discurso cargado de negatividad en su intento de aniquilarla.
La incertidumbre no es la ambigüedad inherente a la capacidad de las palabras para significar más de una cosa ni al hecho de que las intenciones de los actores no siempre sean transparentes. La primera puede ser disfrutable, y la segunda no siempre genera ansiedad. La incertidumbre es lo que ocurre cuando no existen parámetros que permitan conocer las bases de una interacción, cuando cualquiera puede definir una situación como le venga en gana, cuando no hay reglas claras para llevar a cabo interacciones cuyos actores apuntan a la claridad. De ahí que la incertidumbre surta impactos psicológicos directos, en un espectro amplio que abarca desde la vergüenza, la incomodidad y el bochorno, hasta la ansiedad y la inseguridad. De hecho, la incertidumbre suele generar angustia, y sólo rara vez se la aborda con ligereza. (Illouz.E;2020; p.112-113)
Creer en la deconstrucción como un camino posible para construir algo nuevo es lo esperanzador. Debemos partir de las bases establecidas para cuestionarlas, reflexionar sobre ellas y proponer. De hecho es lo que hacen e hicieron históricamente los diversos movimientos sociales y activismos. Entonces, no olvidemos el foco, concentrémonos en que un mundo otro no solamente es posible, sino que también lo está siendo. Aunque nos quede mucho por hacer, el futuro está aquí.
Las producciones de corte funcionalistas sobre el amor, tienden a pensarlo desde estos supuestos del para siempre, heterosexual, dándole características como la incondicionalidad, la monogamia, el matrimonio, etc. En definitiva, una concepción de amor que todo lo puede, que lucha y no se rinde ante las adversidades, que se sacrifica en detrimento de otro. Quedarse allí, permanecer, por lo tanto estancarse.
Instalar al amor como una problemática de índole social, supone la ya conocida frase “lo personal, es político”. Es un fenómeno social. A través de la idealización y el consumo de proyectos vinculares ajenos, las personas solemos pensar que estamos cada vez más lejos de alcanzarlo. Quizás, por no decir seguramente, cuando estamos inmersos en un vínculo no logramos advertir estas cuestiones, porque compartimos ese universo de discursos y los reproducimos en nuestra práctica de pareja. Sin embargo, las formas en que nos enseñaron que hay que amar, o lo que es el amor en sí, es una producción cultural, una construcción. Como resultado de ello, las formas de sentir, pensar y hacer también lo son. Aquí es donde comenzamos a hallar coincidencias en las experiencias de amor y desamor por más diferentes que éstas sean. Y es que si no nos resultara una problemática, no habría tanta trascendencia y antecedentes teóricos diversos sobre el tema.
Es hora de confesar francamente que el amor no es únicamente un factor imperioso de la naturaleza, una fuerza biológica, sino también un factor social. El amor es una emoción hondamente social en su esencia. En cualquier estadio evolutivo de la humanidad -bajo formas y aspectos diferentes, cierto- el amor aparece como parte integrante de la cultura espiritual de la sociedad. Incluso la burguesía, que declaraba al amor “asunto privado”, sabía utilizar sus normas morales para conducir al amor por el camino que mejor servía a sus intereses de clase. Con mayor motivo aún, la ideología de la clase obrera debe advertir la importancia de la emoción amorosa en cuanto factor que puede ser empleado -al igual que cualquier otro fenómeno psicológico- en beneficio de la colectividad. Del hecho de que el amor sea en absoluto un fenómeno “privado”, simplemente asunto de dos corazones que se aman, del hecho de que encierre en sí un principio de unión precioso para la colectividad, nos da testimonio de que, en todas las etapas de su desarrollo histórico, la humanidad ha dictado normas que determinan cuándo y en qué condiciones era el amor “legítimo” (…) y cuándo era “culpable”, criminal (…). (Kollontay.A;2017; p.188-189)
Otro aporte crucial es el de Anna Jonasdottir, quien plantea el amor como un poder causal. La autora de base marxista, entiende que en la creación y puesta en práctica del amor como fenómeno, las personas le vamos otorgando ciertas lógicas de poder en su funcionamiento a lo largo de la historia. En este sentido, pensar en el consumo cultural antes mencionado sobre amor, es pensarlo inmerso en las lógicas patriarcales – el patriarcado es cultura – y capitalistas, y en los resultados de dichas lógicas en la actualidad, que hacen re-pensar el amor en términos de utilidad para la perpetuación de dicho sistema. De esta forma, Jonasdottir. A (1993) nos dice: “(…) el capital se está volviendo cada vez más dependiente del poder recreativo del amor (distinto del procreativo) y de condicionar a la gente para usar e invertir su energía (de la que está construído por el uso del poder del amor) para servir, directa o indirectamente, al crecimiento económico continuado” (p.322).
La institucionalización del amor y su consumo capitalista, por supuesto que va más allá del matrimonio y la monogamia. La tradición de San Valentín es un ejemplo concreto de esto, pero también la manera de reorganizar los tiempos y los espacios para compartir en pareja, lo que conlleva a pensar en cómo el sistema se ingenia para ofrecer planes y programas destinados al consumo, apelando a las lógicas del mercado y el proceso lucrativo de éste como resultado del relacionamiento de la gente. Cabe destacar que así como el resto de opciones y oportunidades, acceder a dichos esquemas es una cuestión de privilegio.
(…) el aislamiento del objeto de adoración, el uso de vestimentas específicas, el consumo de comidas particulares, la reorganización del espacio o el desplazamiento a otro lugar y la fijación de un momento especial para la celebración constituyen elementos que permiten vivir una experiencia con la misma “textura” subjetiva de las festividades religiosas, en un ámbito separado física o simbólicamente de la vida cotidiana. Los sujetos que viven este tipo de experiencia ingresan en un dominio donde se exaltan las emociones, se regeneran las fuerzas vitales y se reafirma el vínculo con la persona que tienen a su lado. Desde el punto de vista simbólico, el romance se vive a modo de rito, pero también presenta las mismas propiedades que las “puestas en escena” de la vida cotidiana. El uso de elementos instrumentales (como la ropa, la música, la luz y la comida), la selección de unidades témpora-espaciales independientes y el intercambio de frases de amor rituales hacen del romance una “realidad puesta en escena”, un acto escénico en el cual se dramatiza un intercambio de significados públicos para intensificar el vínculo. (Illouz. E; 2009; p.169)
Muchas veces se cree que por pensar en otras posibilidades que no sean las ofrecidas en el amor romántico, se pierde eso de la ternura, y el cuerpo se vuelve algo mecánico, porque carecería de sentimiento alguno. Que un posteo en una red social ya cumple con lo políticamente correcto y de hecho es lo que vemos en cuanto a la idealización de la vida en pareja. Esa ternura existe y es necesaria de reivindicar cotidianamente, apostando a vínculos que tengan base en la libertad. No hablo de esa libertad manoseada, expropiada de sus significados. Hablo de la libertad que precede a la igualdad, esa que en la diferencia nos nutre y nos posibilita a pensar en el deseo, más no en la dependencia.
Anna Jónasdóttir (1993) “El poder del amor: ¿le importa el sexo a la democracia?” Cátedra Ediciones. Madrid, España.
Alexandra Kollontay (2017) “El amor y la mujer nueva” Cienflores Editorial. Ituzaingó, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Eva Illouz (2009) “El consumo de la utopía romántica. El amor y las contradicciones culturales del capitalismo” Katz Editores. Buenos Aires, Argentina.
Eva Illouz (2020) “El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas” Katz Editores. Buenos Aires, Argentina.
Darío Sztajnszrajber (2019) “Filosofía a martillazos. Tomo I” Paidós. Buenos Aires, Argentina.