
Ya conocemos la sensibilidad de Lemole. Lo que todavía no conocemos son sus pesadillas. Con Todas las canciones de amor son canciones de fantasmas echamos una mirada a esas silenciosas guerras internas que se desatan cuando el sonido correcto detona la emoción incorrecta y entendemos que nunca amamos, siempre proyectamos.
Hay canciones que sólo adquieren resonancia cuando los escuchas hacen silencio, y generalmente habitan en discos que parecen buscar eternidad. Un álbum con semejante sentencia como título sólo puede prometer en su fugacidad algo que el resto olvidó: el temblor de lo vivo.
Conjurado en soledad, dentro de una cabaña perdida en un monte donde la humedad y los rumores son la mejor compañía, este disco deja que el paisaje se cuele entre las canciones. Sin paredes que aíslen el rumor del viento ni puertas que cierren del todo el silencio, las melodías vuelven porosa la voz, la madera respira al ritmo de los acordes, y cada toma suena como si la naturaleza estuviera opinando. En ese retiro, Lemole no sólo grabó un álbum: permitió que el entorno escribiera con él. En esa lógica de musas y espectros que su carrera desarrolló con perfección acústica, ahora el monte filtra su verdad en los instrumentos, la distancia dicta los tempos, y la ausencia —esa vieja maestra— afina la sensibilidad hasta volverla materia sonora: Las musas se ríen cuando la obra las excede y sólo pueden disfrutar, extasiadas en el arte de un disco que no es sobre un lugar, sino que es un lugar que transmutó en poesía.
Las consolas más modernas, esas que anestesian cualquier error de forma compulsiva, no podrían concebir este álbum, que suena como si hubiese sido descubierto más que compuesto. Las primeras dos canciones, Risa diamante y Estúpidamente hermosa, tienen el impulso de las hojas y los pájaros e invitan a creer en el accidente como estética, el entorno como coproductor de la obra.
El aura, diría Walter Benjamin, vuelve a existir por un instante en un momento único que solo podemos evocar pero nunca repetir. Ese “aquí y ahora” que la cultura on demand trituró bajo caprichosas repeticiones sin espíritu hoy se potencia con este conjunto de canciones que no por nada recurren a figuras fantasmáticas para explicar su existencia.
Jhona Lemole se interna en los vínculos como un cazador de sombras en una mañana despejada. Prefiero reír es una canción de amor, sí, pero también de duelo, porque todo amor tiene un despedida zippeada esperando para manifestarse. Por momentos parece que la música se perdiera en el paisaje de quien la escucha, las canciones no están customizadas para gustarte sino que te susurran estrofas tibias al oído con una voz cercana, como si se grabara en la habitación donde estás. No hay artificios, apenas el rastro de un reverb (natural en Jhona, a esta altura), la respiración apagada de los árboles de Portezuelo e instrumentos titubeando entre dar forma al desierto o convertirlo en un lugar fértil. Cada tema parece escrito a mano con una lapicera que se está deshilachando, afónica de tinta, con la fragilidad convertida en fuerza.
En Dulce o truco y Canciones de amor y odio, Lemole insiste, sin necesidad de proclamarlo, en una ética contraria a la hiperexposición. Su arte funciona como una desconexión voluntaria, una forma de resistencia elegante pero firme. Mientras el mundo se precipita hacia lo instantáneo y cuantificable, él elige la soledad, el tiempo lento y lo auténtico: una fe casi anacrónica en la emoción como verdad definitiva de la experiencia vincular.
Todas las canciones de amor son canciones de fantasmas será presentado en una iglesia, para seguramente desaparecer después. Sin galas pomposas, sin pretensiosas transmisiones por streaming que sólo comunican la cáscara de una experiencia artística y nada de su carne viva. Lo de Jhona Lemole será apenas una experiencia irrepetible, un ritual para un disco que, como ese concierto, sólo sucederá una vez.
Las tres últimas canciones se enlazan en un tríptico crepuscular. Noches largas extiende el pulso de la soledad hasta volverlo paisaje drenado: una balada suspendida en el aire, donde cada acorde parece medir la distancia entre el deseo y su eco. Te amo escrito en inglés juega con esa misma imposibilidad; decir lo que realmente se siente. Es una declaración incompleta que al traducirse se diluye como un mensaje en una botella digital. Y Dejé de rezarle a Dios es una pieza de arte como sólo un genio puede crear. Transita por la fatídica sensación de que nuestros vicios son tan cíclicos como los atardeceres que el sol ensaya entre las hojas de las araucarias y cierra el disco con una renuncia que no es blasfemia, sino liberación: un adiós a las voces que dictan sentido desde afuera. Resulta paradójico —o quizás coherente con los fantasmas— que el disco termine con un apóstata, ya que va a ser presentado en una iglesia. Y es que lo de Lemole no es un tipo que cante gospel, a pesar de lo cual más rechazo lo que hace es una reescritura de un rito: devolverle al arte la fe que la religión vendió, una ceremonia terrenal donde lo sagrado vuelve a estar ni más ni menos que en lo humano.
Quizás por eso emociona tanto: porque restituye el valor del momento. Escucharlo es como encender una vela en medio de la oscura pantalla led. Un gesto mínimo, pero radical: creer, todavía, que la música puede convocar fantasmas y no seguidores.
La presentación será el jueves 6 de noviembre, en la Metodista de la Aguada, un espacio donde la piedra y la acústica parecen compartir la misma respiración. No se trata de un show, sino de una ceremonia mínima: un encuentro entre lo humano y su eco. Un evento que no se repetirá, de esos fenómenos que sólo pueden vivirse una vez y después quedan vibrando —como un fantasma, precisamente— en la memoria del que estuvo ahí. La entrada es un alimento no perecedero.
Crónica – Tanque Shirley



































